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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Carne de maduritos

Carne de maduritos.

Elena Lázaro

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Los tres llevan barba. Son esas barbas que dicen algo como “mira, nena, apenas me cuido, pero mis canas son mucho más sexis que esas que te arrancas cada día delante del espejo posponiendo ridículamente el momento de empezar a teñirte”. No entienden que si las arranco no es por su color, sino porque mis canas son duras como cuernos y no hay quien domestique esta melena pantoja que luzco con tanta rigidez capilar.

Se están abrazando y sonriendo a cámara. Apostaría mi hipoteca entera, con todo su Euribor al alza, a que es él quien sujeta el teléfono. La posición de sus hombros lo delata. Pero ¿dónde están sus gafas? Porque si es él el que ha tenido que seleccionar la opción de dar la vuelta a la cámara y poner el temporizador ha tenido que usarlas. Me detengo y escudriño la foto. ¡Bingo! Está en la mano del canoso del centro, que intenta disimularlas en su mano derecha, pero a mí no me engañan. A esa edad tienes que tener presbicia. De lo contrario nadie creerá que has leído un solo libro. Aunque, visto lo visto en las redes del frungir, leer no es tendencia ni mucho menos puntuable para match, así que el madurito de primer plano puede haber conservado intacto su cristalino ¿por qué no?

Están sonriendo los tres, pero al único que le brilla la piñata es al protagonista del selfie en cuestión. Está a la derecha, con los brazos extendidos y ocupando dos tercios del plano. Los otros dos parecen comparsas, aunque se les ve felices.

Antonio y 64.463 personas más han puesto su pulgar sobre el corazoncito que marca la diferencia entre los líderes y los parias de la red. No sé bien por qué el algoritmo me ha mostrado esa foto sólo porque mi amigo Antonio la haya likeado. No conozco a ninguno de los tres.

¿Será otro anuncio más de las apps que intentan sin éxito buscarme pareja? No sé bien cómo explicar a mi teléfono que deje de espiarme. ¿Por qué se empeñará en mostrarme señores con barba? No me gustan las barbas, me irritan los muslos. Supongo que a mi edad es lo que la Inteligencia Artificial tiene preparado para mí. A ver cómo le explico que… Da igual. No es el tema hoy. Sólo una nota al pie: no, no quiero que las matemáticas elijan por mí.

Por si acaso, he revisado la lista de aplicaciones descargadas en mi teléfono. Nada. Está limpio. No hay Tinder que justifique esa foto en el timeline de mi cuenta en Instagram. Entonces ¿qué hacen esos tres señores bajo el subtítulo “sugerencias para ti”? Mientras me lo pregunto caigo en la cuenta y leo justo debajo: “Teatro romano de Mérida”. Vale, hoy he estado hablando del Festival de Teatro Clásico. Respiro aliviada pensando que el maldito algoritmo tiene algo mejor pensado para mí que buscarme novio. Me recompongo henchida de orgullo cultureta. Me siento aliviada por no ser carne de emparejamientos virtuales. Zuckerberg y sus robots creen que me interesa el teatro clásico, pero… esos tres maduritos interesantes no van vestidos con túnica ni maquillados ¿de dónde salen? ¿qué tienen que ver con los clásicos?

Estoy a punto de deslizar el índice cuando leo __hugosilva__ y veo el tick azul que acredita la veracidad de quien postea y ha pagado para mostrarse a quienes, en teoría, deberíamos ser “su público”. Lo siento, a principio de los 2000 andaba demasiado ocupada criando para darme cuenta de que los tres candidatos a match son en realidad los protagonistas de la serie “Los hombres de Paco” que han coincidido en Mérida y han tenido a bien compartir con la plebe virtual una foto compadreando. Viendo la cantidad de comentarios y likes debí ser la única que perdió aquella sitcom policial, pero el algoritmo no sabe de eso, sólo me ve como X -aquella generación que vino tras los boomers- y no quiere saber más.

No me enseña el programa del Festival, no le preocupa ni remotamente el alimento de mi espíritu, cree que sólo soy carne de maduritos. Y no le debe falta razón, pienso cuando caigo en la cuenta de que he mirado con ojos golositos a Pepón Nieto ¿estará en Tinder?

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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