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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Un post sin sentido

Una mujer palestina herida llora mientras sostiene el cuerpo de su hija en el hospital Al-Shifa en la ciudad de Gaza, este lunes.

Elena Lázaro

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No soy capaz de mirar las imágenes. Me ocurre siempre. Yo, que algún día soñé con ser corresponsal de guerra, soy incapaz de fijar la mirada en el horror. Retuiteo a los corresponsales sin detenerme en las fotos ni en los vídeos, huyo de WhatsApp; mantengo la tele apagada y sobrevivo solo con los informativos de la radio. Ninguna de mis precauciones basta. He terminado viendo el cuerpo destrozado de una joven israelí en la furgoneta de unos terroristas y la mano suplicante de una mujer palestina sepultada entre los escombros tras el bombardeo del terrorismo de Estado. Y ahí siguen ese cuerpo destrozado y esa mano clavadas en mi cerebro.

Escucho a los portavoces de las ONGs clamar piedad y pienso en esa tierra presuntamente sagrada convertida en un verdadero infierno. Trato de huir del horror. Vivo a miles de kilómetros, en un paraíso de paz donde mis hijas, jóvenes como la chica israelí, mujeres como la dueña de esa mano sepultada, pueden divertirse y vivir sin intuir si quiera la terrible naturaleza humana. Lo de las imágenes que les cuento me pasa desde que nacieron. 

En realidad, en los 90 pude mirar Yugoslavia. Yo era una de esas mujeres con chalecos de prensa que corrían entre francotiradores para contarnos el genocidio; no entendía el miedo de las miradas. Cuando mis hijas llegaron a mi vida, todo aquello se esfumó. Desde entonces, en todas las guerras solo puedo ver a las familias huyendo. Imagino las historias que los adultos deben inventar para hacerles menos traumático el horror a la infancia. 

Sé con certeza que para informar hay que alejarse de las emociones. Por eso, creo, hace tiempo que dejé de informar. Por eso escribo aquí, porque me he vuelto analfabeta de lo racional, porque son la tripa y la emoción las que mueven mi teclado, porque cuando quiero hablar de algo no puedo hacerlo olvidándome de quién soy. Ya nunca seré corresponsal, ya siempre seré una madre.

Por eso huyo de Tierra Santa estos días. Y, sin embargo… la mirada a Córdoba no me da la tranquilidad que esperaba. Aquí sí soy capaz de mirar una imagen. Es la foto de Álvaro Prieto. Un niño recién convertido en adulto que mira a cámara con una sonrisa impecable. En los 90 me hubiera enamorado perdidamente de un chico así. Desapareció el jueves cuando volvía de salir de fiesta con sus amigos en Sevilla. Perdió un tren, quiso colarse en otro y le echaron de la estación. Nada se sabe desde entonces.

Soy consciente de la falta de sentido que tiene relacionar la guerra con la desaparición de un adolescente, pero yo no estoy aquí para dar sentido a nada. Yo solo quiero que algo funcione como tiene que funcionar y que alguna madre pueda respirar aliviada. El resto se lo dejo a los periodistas de verdad.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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