Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
El verano del Euribor
La culpa es mía. Me lo ha dicho una mujer que sabe mucho porque va muy bien peinada y tiene una mesa llena de papeles y un ordenador que consulta para hacer números muy rápido, que anota en un cuadernillo antes de resoplar, fijar otra vez la mirada en pantalla y teclear para hacer más operaciones antes de darme una respuesta. Una mujer encantadora a la que he esperado más de media hora porque, total, yo no tenía nada que hacer y las empleadas de banca también interrumpen la jornada para ir a tomar café como si fueran mortales funcionarias (esto facilitará mucho el proceso cuando decidamos nacionalizar la banca en la próxima crisis).
Debe tener un lustro más que yo, arruga arriba, arruga abajo, pero en su anular reluce brillante la diferencia fundamental entre nosotras. Bueno, está lo de la alianza y lo del tinte. Ya lo he dicho: ella va perfectamente peinada. Yo no. A mí se me nota a leguas la desesperación y eso que esta mañana me he empeñado especialmente a la hora de elegir el outfit. Yo es que en verano apenas me visto. Con la temperatura que hace en esta ciudad me limito a cubrir lo imprescindible con la menor cantidad de tela posible. Pero hoy no; hoy he tirado del clásico pantalón de vestir y camisa a rayas, como si la ropa tapara la vergüenza de ir a suplicar la revisión de mi hipoteca.
Sé que eso ha sonado dramático, pero qué quieren que les diga, a mí la neurona no me da para más en mitad de agosto, así que dejemos ahí la metáfora facilona y sigamos.
En realidad he llegado al banco tan zen que si no fuera porque saben perfectamente cómo está mi bolsillo podría colarles que vengo de la mismísima India. Y no hubiera estado mal, pero los números rojos de las divorciadas hipotecadas limitan nuestros viajes de autoconocimiento a los colocones que pillamos compartiendo una botella de vino con las amigas. Y yo este verano no he parado de ejercitar esta versión “doña” de meditación. El lunes me incorporo de nuevo al trabajo y creo estar a punto de alcanzar el nirvana después de haber hecho un par de escapadas relámpago a la playa con viejas y nuevas amigas, emborracharme como un mulo en una taberna de pueblo, bailar de madrugada en una verbena de barrio (¿quién necesita pagar un festival indie si la Asociación de Vecinos contrata al mejor y más rústico grupo de versiones?), prepararme un espeto de sardinas en casa con un truco -creo que ahora los llaman tips- que me ha explicado mi pescadera a la que definitivamente tengo que convencer de que abra un canal en tiktok y, lo mejor de todo, sentir que me he quitado 20 años de encima al volver a verme de botellón en un parque mirando estrellas y viendo ovnis (esto ya después de un rato). Si eso no es para llegar relajada a negociar con la banca, que venga buda y lo vea.
Tan zen tan zen he llegado que la mujer de los números, el ordenador, los papeles, el tinte y la alianza no ha conseguido perturbar mi paz mental cuando me ha explicado que (cita literal): “está bien que suba el tipo de interés para que la gente deje de endeudarse por encima de sus posibilidades”. No he estallado. Mudita y sentadita me he quedado asumiendo que la culpa es mía, no del capitalismo financiero ni de los procesos inflacionistas ni de las crisis mundiales. No he hecho nada para rebatir tan contundente afirmación. No he sacado el argumentario ni la historia personal detrás de mi endeudamiento porque eso es peor que enseñar las canas o las tetas. Me he limitado a asentir porque…
La culpa es nuestra; el mundo es suyo. La culpa es nuestra de que el mundo sea suyo.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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