Perros de paja
Los protagonistas de Grupo salvaje (aquella extraordinaria epopeya tan desmitificadora y a la vez de tanta potencia mítica) eran, a fin de cuentas, héroes a pesar de ellos mismos. Enfangados como estaban en la violencia y la degradación, se comportaban como adalides de su propia miseria, de su agónica supervivencia, de su desamparo casi infantil, de su concepto suicida de la dignidad. Es difícil encontrar héroes entre los personajes de Perros de paja. Si el Pike Bishop interpretado por William Holden o el terco Cable Hogue que encarnaba Jason Robards no tenían sitio en los nuevos tiempos, David Summer (Dustin Hoffman en Perros de paja) es ya un hombre de 1971. Por muy grande que sea su descontento, por mucha que sea su necesidad de evadirse, es un producto de su tiempo. Abandona Norteamérica y se instala en un pueblecito inglés donde nació su joven esposa para dedicarse a la investigación. Pero lo que en realidad persigue es huir del malestar de su país y tratar de arreglar de algún modo la crisis de su matrimonio. David Summer busca un refugio, pero Perros de paja nos cuenta que los refugios no existen.
El protagonista odia la violencia, pero la encuentra en todos los sitios. La tiene reprimida dentro de sí mismo, en su propia relación matrimonial, en su propia debilidad. La complejidad de Peckinpah nunca permite la idealización de ningún aspecto del personaje, ni siquiera de su pacifismo. Summer es nervioso y vulnerable y esto a veces resulta humillante. Cuando revienta y se opone a sus agresores acaba siendo tan salvaje como ellos. Responde a la violencia con violencia, pero en el fondo de su ser hay cierto regodeo en ella. En toda su reacción hay algo de honor, de reivindicación de sí mismo, pero también (por más que pueda doler reconocerlo) está liberando su instinto de resentimiento, compensando su complejo de inferioridad, convenciéndose a sí mismo de que no es un cobarde. Lo que sucede es que, en la situación a la que llega, no hay valor ni cobardía, solamente brutalidad desencadenada y urgencia de sobrevivir. Es algo animal. Peckinpah nos muestra el componente turbio que puede existir en los actos heroicos y el comportamiento heroico que puede existir en los actos turbios. Lejos de simplificar la realidad, lo que consigue es reencontrar la complejidad que hay en ella. La ambivalencia de las cosas es parte esencial de su lúcida concepción del realismo.
Por otra parte, Perros de paja es un testimonio subjetivo absolutamente desolador del propio Peckinpah. Hay artistas para los que el acto de crear es algo tan visceral, tan urgente, tan vitalmente necesario, que el espectador que lo capte sentirá una emoción tan fuerte como incómoda. Es la propia supervivencia del creador lo que está en juego. Me pregunto si nosotros, como simples espectadores, tenemos derecho a opinar desde nuestra cómoda perspectiva. Existen obras en las que los artistas intentan sobrevivirse a ellos mismos, a su propia desesperación. Peckinpah es uno de ellos. Perros de paja nos habla de la condición humana, pero para llegar a ello recorre los tortuosos caminos de la subjetividad del artista. ¿Qué es la película sino una triste y demoledora exposición de las obsesiones del director, de su propia neurosis, de sus temores, de su desesperación, de su miedo, de su soledad, y sobre todo, de su absoluto desamparo como hombre a la intemperie? La película está magníficamente realizada, con una tensión conseguida hasta límites agobiantes, con un desarrollo que se palpa desde el inicio y en el que cada plano supone un nuevo matiz de presión subterránea, inquietud, amenaza latente. Tensión que existe mucho antes de comenzar la película, en el pasado de los personajes. Un diálogo medio en broma entre David y su mujer lleva dentro la carga inevitable de una insatisfacción contenida. O una forzada mueca humorística de ella con los ojos húmedos, un gesto nervioso de él, miradas de reproche, miradas suplicantes, búsquedas fugaces y desesperadas de una comunicación imposible.
Perros de paja podrá gustar o no (a mi me parece extraordinaria), pero difícilmente podrá dejar de impresionar o podrá parecer una película fallida o hecha con indiferencia. Es un filme sincero, impúdico, profundamente comprometido, desesperado y obsesivo, una dura prueba para el espectador porque en ella Peckinpah está metida en ella hasta la garganta. La opinión que nos merece importa menos que la evidencia de sus imágenes. Incluso Peckinpam puede desinteresarse de nuestros comentarios porque, si es verdad lo que digo Albert Camus de que “el sufrimiento no da derechos”, no menos verdad es lo que escribió Godard: “el que da un salto al vacío no tiene ya que rendir cuentas a aquellos que le contemplan”.
En la última escena, el loco del pueblo dice algo así como “No sé dónde está mi casa”. Y el protagonista, en el momento más desolador de la película, le contesta: “No se preocupe. Yo tampoco”.
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