Cristianos pero comunistas (y viceversa)
El 21 de julio de 1970, tres trabajadores fueron asesinados en una carga policial contra una huelga de la construcción en Granada. Días después, la iglesia de la Compañía de Córdoba celebró una misa en homenaje a los fallecidos. El templo estaba abarrotado. La tensión rasgaba el aire. El cura celebró una liturgia con continuas referencias a los trágicos sucesos y se cantó a coro el célebre poema de Alberti Nunca fui a Granada, que en la voz rota de Paco Ibáñez se convirtió en un himno en aquellos años grises del tardofranquismo.
Muchos no creyentes se mostraron sorprendidos con el compromiso parroquial y el homenaje desafiante que se rindió a los trabajadores fallecidos en el interior de una iglesia. A la salida del templo, un conocido militante del PCE comenzó a cantar el Salve Madre. Muchos congregados le siguieron a capela. La sorprendente anécdota la cuenta el ex sacerdote Antonio Granadino en una cita recogida por el profesor de historia Miguel Ángel Peña en un artículo de investigación recién publicado por la revista Nuestra Historia.
Es uno de los innumerables episodios que jalonan la insólita alianza entre cristianos de base y comunistas ateos que caracterizó la lucha clandestina en aquella Córdoba predemocrática. ¿Cómo es posible que dos enemigos aparentemente irreconciliables pudieran trenzar una colaboración tan fructífera? Antonio Granadino lo tiene claro: “Si entiendes el Evangelio, lo principal es estar con los oprimidos. Y, si hay otros que están en ese camino pero no creen en Dios, ¿qué le vamos a hacer? Lo importante es la lucha conjunta por un objetivo común”, argumenta a través del teléfono a sus 84 años mientras trabaja en la huerta.
Así fue. Y así lo recoge el profesor Peña en Del antifranquismo al Ayuntamiento: relaciones entre comunistas y cristianos en Córdoba, un pequeño estudio de ocho páginas que examina aquella experiencia singular que arrancó pocos años después de la Guerra Civil. El historiador señala dos hitos cruciales para entender el proceso de confluencia. El primero ocurre en el Vaticano. Estamos en 1946. El nazismo alemán y el fascismo italiano han sucumbido con estrépito. Franco se tambalea. Y el Papa Pío XII comprende que la Iglesia debe modificar su relación con la clase obrera. “Hay un intento en España de crear la base de lo que podría ser una democracia cristiana como la italiana”, aduce Peña.
La Iglesia española da sus primeros pasos. Y crea la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC). Se producen ciertos movimientos de renovación en la interpretación bíblica, teológica y litúrgica que empiezan influir en el sector católico más social de la institución cristiana. “No tanto en la jerarquía como en las comunidades de base”, puntualiza el profesor del Instituto Averroes. Y se celebra el Concilio Vaticano II, clave en la apertura de la Iglesia católica al mundo contemporáneo.
Mientras, el PCE empieza a salir de las catacumbas tras la dura debacle del 39 y aprueba la tesis de la reconciliación nacional. Estamos en 1956. Y se está creando un caldo de cultivo propicio para el entendimiento de dos movimientos ideológicos que dos décadas antes se situaban en las antípodas y se combatían a muerte.
“Va emergiendo una corriente cristiana con un compromiso muy claro con la clase trabajadora y, en lo concreto, termina por coincidir con la militancia comunista”, explica Peña Muñoz. “Ese cristianismo va asumiendo el método marxista de análisis”, asegura en conversación telefónica con Cordópolis.
Va emergiendo una corriente cristiana comprometida con la clase trabajadora que asume el método marxista de análisis
El primer acercamiento entre el PCE y los cristianos catalogado por el historiador en Córdoba tiene como protagonista al sacerdote de Santa Marina, Martín de Arrizubieta. “Es un cura peculiar”, describe el profesor Peña. “Ha sido del PNV, pero también ha colaborado con el régimen franquista, incluso con los nazis, y aquí aparece ya como antifranquista”. El histórico dirigente comunista Rafael García Contreras, fallecido en 2021, citó algunos contactos con el párroco a finales de los años cincuenta.
Pero el episodio más notable en torno a Arrizubieta fue la publicación de la revista de pensamiento político Praxis, editada por el psiquiatra José Aumente, con la colaboración del sacerdote de Santa Marina, Carlos Castilla del Pino y el delineante Aristóteles Moreno Requena. La asfixiante censura franquista acabó provocando el cierre de la publicación tras cinco números editados entre 1960 y 1961.
Dos años después, un grupo de cristianos de base alumbran la que se convirtió a todas luces en la principal plataforma antifranquista de Córdoba fundada sobre el poderoso influjo de la encíclica Pacem in Terris. Hablamos del Círculo Cultural Juan XXIII, entre cuyos patrocinadores figuraban Pepe Aumente, Pilar García Entrecanales, Antonio Zurita, Fernando Álvarez, Salvador Linares, Fernando Atienza, Joaquín Martínez Bjorkman, Balbino Povedano, Soledad Cañizares y Rafael Sarazá.
Proliferaron los sacerdotes con sensibilidad social como Joaquín Canalejo, párroco de La Compañía; Agustín Molina, conocido como el Padre Ladrillo, de la barriada de El Naranjo; y Bartolomé Blanco. O directamente los curas obreros, citados en su artículo por el profesor Peña, como Laureano Mohedano, que llegó a ser presidente del comité de empresa en la Westinghouse; Manuel Varo y Manuel Gómez, empleados de la fábrica azucarera de Villarrubia; o el trabajador agrícola Domingo García.
Antonio Granadino se ordenó en 1967. Era miembro de los jóvenes de Acción Católica e ingresó en el seminario con 19 años. “En aquellos años lo social estaba muy diluido”, afirma. Nunca tuvo una parroquia a su cargo y trabajó en Colecor y Los Sánchez como repartidor. “Me buscaba la vida como podía aunque no me consideraba cura obrero”.
Granadino sitúa a Fernando del Rosal al frente de un grupo de curas obreros comprometidos en los años sesenta. “Ahí también estaba Domingo Ramírez, que le llegó a negar la comunión a una señora rica de su pueblo”, rememora el ex sacerdote. Años más tarde, se cimentó un nuevo colectivo de cristianos de base a raíz de unas declaraciones altisonantes y muy conservadoras pronunciadas por el obispo de Cuenca y procurador en las Cortes franquistas José Guerra Campos.
“Era un obispo muy fachoso. Nos juntamos diez amigos y organizamos una comunidad de base”, recuerda Granadino. En ese colectivo figuraba Rafael Sarazá, Luisa Jimena, Manuel Palencia, Marisa Aparicio y Toñi Pastor, entre otros. “Un día se presentó Antonio Luque y dijo: ‘He estado con Ernesto Caballero y me acabo de afiliar al PCE’”, señala Antonio Granadino como anécdota del acercamiento progresivo entre cristianos y comunistas en aquella Córdoba tardofranquista.
Granadino fue secretario sustituto durante un verano del obispo José María Cirarda, que estuvo al frente de la Diócesis cordobesa entre 1971 y 1978. Y fue testigo de dos episodios muy significativos. En el primero, Enrique Rodríguez Linares, dirigente del PCE provincial por entonces, apareció un día por el Obispado para hablar con monseñor Cirarda. Quería informar al prelado de una movilización sindical que se iba a producir en el sector de la banca. El obispo no lo recibió, pero quedó patente el intento del PCE de comprometer a la Iglesia en ciertas operaciones políticas del momento.
El segundo caso citado por Granadino fue más elocuente. “Un día se presentaron en el Obispado la esposa y la hermana de Ernesto Caballero”, indica el ex sacerdote. El dirigente comunista llevaba 20 meses en la cárcel y le acababan de imponer una fianza de 75.000 pesetas para salir en libertad condicional. Teodora Aperador y su cuñada se colaron en el despacho de Cirarda para implorarle ayuda. “Cirarda me dijo que escribiera una carta a Cáritas para pedirle el dinero prestado”, recuerda Granadino. “Luego cogió el teléfono y habló con la Asociación Católica de Propagandistas para que intervinieran y sacaran a Ernesto de la cárcel”.
¿Monseñor Cirarda era un obispo progre? Antonio Granadino no tiene una respuesta para esa cuestión. Sí puede decir que años después ordenó su destierro a Alhucemas, pese a su disconformidad manifiesta. Lo cierto es que, en su opinión, la colaboración entre la Iglesia y el PCE se produjo a escala personal y nunca en el orden institucional.
Carmen León, feminista y cristiana de base, se instaló en Cañero en mayo de 1969. Hija de guardia civil y esposa de policía nacional, aterrizó en el popular barrio de Córdoba con el objetivo de fundar una familia. Años antes, el movimiento vecinal había empezado a fraguarse en torno a la Asociación de Cabezas de Familia, la única permitida por el régimen, creada en respuesta al problema estructural de los tejados de las casas. “Poco a poco comienzan a unirse a esa lucha las fuerzas vecinales y también del PCE, que ya estaba fuerte en el barrio”, explica León al otro lado del teléfono.
Allí empezó a cimentarse su conciencia social. “Lo fui viviendo desde mi identidad cristiana y con la convicción de que el barrio era un espacio donde construir el bien común y las condiciones de vida para mis vecinos y mis vecinas, que eran gente trabajadora”, subraya. Las asociaciones de vecinos se convirtieron a principios de los setenta en instrumentos decisivos de acción reivindicativa y política. Y allí estaban trabajando coordinadamente cristianos y comunistas.
“Para mí, el barrio fue un regalo de Dios”, proclama Carmen León. “Allí me encontré con una parroquia y una asociación vecinal activas. Y ahí empieza mi proceso personal de conversión hacia el cristianismo comprometido y mis contactos con la gente de izquierdas”. Bajo su prisma, el acercamiento progresivo entre comunistas y cristianos se asienta sobre el Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación. “Para anunciar el Evangelio, antes había que trabajar para que las personas tuvieran unas condiciones de vida dignas. Ese es el modelo que el Concilio Vaticano II nos trajo, que luego ha estado metido en los cajones de la Iglesia durante tantos años”.
La colaboración entre ateos y creyentes se estrecha a principios de los setenta. La huelga de Aucorsa por el incremento del precio del bus en 1973 pone a prueba la cooperación entre el PCE y la Juventud Obrera Cristiana (JOC). Ese mismo año se publica la revista Libertad, coordinada por el dirigente comunista Pepe López Gavilán, y en su primer número aparece un artículo sobre Los cristianos y el pacto. López Gavilán le entrega un ejemplar al canónigo archivero, Manuel Nieto Cumplido. “En el archivo catedralicio debe de haber una colección completa del periódico comunista”, dijo después con sorna Gavilán.
Un año más tarde Nieto Cumplido rechaza integrarse en la Junta Democrática, tal como le ofrecieron Castilla del Pino y Rafael Sarazá. Quienes sí se incorporaron al frente de oposición fueron los sacerdotes Laureano Mohedano y Francisco Aguilera, además de Antonio Luque, Francisco Povedano Cáliz, Pepe Aumente y Joaquín Martínez Bjorkman.
En 1979 muchos curas pidieron el voto para el comunista Julio Anguita, primer alcalde rojo de una gran ciudad española desde la República. El PCE le ofrece al jesuita Jaime Loring un puesto en la lista electoral a las municipales. “Loring estaba entusiasmado”, según confiesa tiempo más tarde Ernesto Caballero. Pero la compañía se lo prohíbe.
Anguita ganó las elecciones, contra todo pronóstico, gracias, entre otros factores, a la convergencia entre los comunistas y los cristianos de base. El corazón ateo y anticlerical del PCE no levantó suspicacias entre los creyentes. “El objetivo común eran la libertad y la democracia”, sostiene Carmen León. “Eso nos unía a todos. Y, sobre todo, el compromiso por la justicia y un mundo mejor”.
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