Un destello de luz en medio de la oscuridad
Doce años antes de la muerte del dictador, cuando en España los exiliados se contaban por miles y las cárceles estaban plagadas de presos políticos, un pequeño rayo de luz se encendió en Córdoba. Al amparo de la encíclica Pacem in Terris del Papa Juan XXIII, que sacudió los cimientos tradicionales de la Iglesia, un puñado de intelectuales cristianos decidieron sentarse a reflexionar sobre el mundo. El grupúsculo empezó a reunirse discretamente en la Ermita de la Alegría, a pocos metros del Gran Teatro, y acabó convirtiéndose en la nave nodriza de toda la oposición clandestina antifranquista.
Cordobapedia ofrece una fecha fundacional del Círculo Cultural Juan XXIII: 20 de diciembre de 1963. De la docena de personas que participaron en aquel cónclave subversivo no queda apenas nadie con vida. La primera reunión del colectivo se produjo en el chalé de Luis Valverde, ingeniero de Electromecánicas. Así lo recuerda uno de sus participantes, Antonio Zurita, en las memorias que publicó en 2014, un año antes de su fallecimiento. “El inspirador del Juan XXIII fue Pepe Aumente, que ya había puesto en marcha la revista Praxis”, rememora quien fuera teniente de alcalde del primer Ayuntamiento democrático tras la dictadura.
La memoria de Zurita alcanza a identificar algunos nombres de aquel encuentro ya histórico: además de Aumente, participaron Pilar García Entrecanales, Fernando Álvarez, Salvador Linares, Fernando Atienza, Joaquín Martínez Bjorkman, Balbino Povedano, Soledad Cañizares y Rafael Sarazá. En la primera reunión se eligió al presidente. Pepe Aumente, psiquiatra e ideólogo años después del andalucismo, era, en lógica, la persona indicada para asumir la responsabilidad. Pero declinó por su natural tendencia a la introspección y a huir del escaparate público. En su lugar, fue elegido Luis Valverde. Otra reunión en casa de Povedano, poco más tarde, perfiló la elaboración de los estatutos.
Las primeras reuniones tuvieron lugar en la Ermita de la Alegría. En una sala austera se congregaban algunas tardes para debatir cuestiones sociales y examinar la cruda realidad circundante. En 1969, se trasladaron a una casa-patio propiedad del abogado Benito Gálvez, en la calle Romero Barros. En pocos años, el Juan XXIII pasó de 30 a más de 1.000 socios y se convirtió en una “palanca de agitación sociopolítica”, que logró sortear milagrosamente la represiva maquinaria de un régimen liberticida.
Ya a finales de los sesenta y principios de los setenta, junto a los socios fundadores de inspiración cristiana se fueron incorporando miembros de los grupos clandestinos más activos en aquellos años, principalmente del PCE y CC.OO. Y se desarrolló una agenda política y cultural de gran calado, verdaderamente inédita para una capital de provincias. Por el Juan XXIII pasaron entonces intelectuales desconocidos en la España de los sesenta, que años después protagonizaron los episodios más célebres de la transición democrática: Felipe González, Alfonso Guerra, Joaquín Ruiz Jiménez, Gregorio Peces Barba, Fernando Claudín, Enrique Tierno Galván, Alejandro Rojas Marcos, Óscar Alzaga o Alfonso Carlos Comín. La conferencia de Marcelino Camacho, ya a principios de los setenta, desbordó todas las previsiones y los organizadores tuvieron que sacar altavoces a la calle para que cientos de personas siguieran las palabras del carismático líder sindical.
Toñi Pastor fue secretaria del abogado Rafael Sarazá durante 37 años. Y aún recuerda cuando iba a la antigua estación de tren con su coche particular para recoger a los conferenciantes del Juan XXIII. “Tenía un Seiscientos y Rafael me decía que con ese coche nadie sospecharía”, asegura delante de un café con leche en la plaza de Costasol. Aquellos eran otros tiempos. Los conferenciantes no cobraban ni un duro por sus charlas, conscientes de la precariedad económica general y en atención a un compromiso ético que tenía más que ver con la “causa” antifranquista que con una actividad meramente profesional.
La primera noticia del Juan XXIII la tuvo por boca de Rafael Sarazá, jurista cristiano de base y conocido militante de izquierdas de Córdoba. A Sarazá y a su mujer, Luisa Jimena, los conocía desde la juventud. Con 29 años entró en su despacho como secretaria y allí se jubiló muchos años después. Era el año 1968 y no tardó mucho en comprender la verdadera naturaleza de un Estado que vulneraba los derechos humanos un día sí y el otro también. Fue con ocasión de la detención de un grupo de militantes comunistas en Posadas. “No llevaría ni tres meses en el despacho. Yo antes no sabía nada. Había sido educada en un colegio de monjas y no tenía conciencia política”, explica.
Llevaron a los detenidos a la Comisaría de Policía y, poco después, los trasladaron a Madrid para ser juzgados en el funesto Tribunal de Orden Público (TOP). Rafael Sarazá era su defensor. Le dieron el sumario y solo tres días para estudiarlo. En aquellos años no había fotocopiadoras. Subrayó los párrafos que le interesaban y se los pasó a la secretaria. Le dijo: “Tápate los oídos y copia esto que he señalado”. Toñi Pastor leyó aquellas líneas y se dio de bruces con la descarnada realidad. Los acusados habían sido colgados del techo, golpeados con gomas de butano y sometidos a toda suerte de torturas. Uno de ellos había perdido el tímpano. “Cuando terminé de escribir, me tuve que salir al pasillo. Llegué a casa como pude y entonces me di cuenta de que había vivido ajena a todas esas barbaridades”.
Toñi Pastor se desplazó a Madrid con Rafael Sarazá para asistir al juicio. Todos los acusados fueron condenados por militar en un partido clandestino. Los juicios del TOP eran una pantomima que violaba los derechos a la defensa más elementales. “Cada vez que iba a hablar Rafael sonaba una campanilla”, asegura. Las redadas se sucedían con demasiada frecuencia y el despacho de Rafael Sarazá era un hervidero de sindicalistas y subversivos que llamaban a su puerta en busca de ayuda. “Rafael era una persona señalada y muy conocida, aunque la Policía nunca entró en el despacho, que yo recuerde”.
Toñi Pastor fue dos o tres veces a la Ermita de la Alegría, donde se fraguaba aquel cónclave de soñadores que tuvieron la temeridad de luchar contra un muro de granito. “Era un grupo de reflexión. Hablábamos del Papa Juan XXIII y de cuestiones sociales. Luego se convirtió en refugio de los partidos y los sindicatos clandestinos”. El milagro incomprensible fue que el régimen no clausurara nunca aquel nido de agitadores. Eso sí: todas las actividades debían pasar el filtro de la censura y algunas de ellas fueron suspendidas. De hecho, en cada conferencia se presentaban dos policías de la Brigada Político Social de paisano, a quienes los organizadores cedían amablemente dos sillas para que tomaran asiento con su correspondiente cartelito: “Delegado gubernativo”.
“Yo creo que no se atrevieron a cerrar el Juan XXIII porque las cabezas de la asociación eran gente conocida y de peso en Córdoba. Por allí estaban a diario Castilla del Pino, Pepe Aumente, Rafael Sarazá, Jaime Loring, Martínez Bjorkman o Paco Natera. No se atrevieron”, aduce la que fuera también durante años miembro de la junta directiva. Después de Valverde, desfilaron por la presidencia Rafael Sarazá, Balbino Povedano, Pepe Aumente, Joaquín Martínez Bjorkman y Pepa Villafaina, la primera mujer al frente del Círculo Cultural.
Antonio Luque fue el primer secretario personal de Julio Anguita cuando conquistó el Ayuntamiento de Córdoba en 1979. Procedente de los grupos cristianos de base, contactó con el Juan XXIII en el año 1969. Aún recuerda cómo imprimía las tarjetas de los actos en la librería Ágora, donde trabajó junto a Fernando Álvarez durante años. “Allí organizábamos toda la infraestructura y dábamos de alta a los socios. Hubo una época en que todas las semanas se apuntaban dos o tres nuevos”.
Había una programación estable, con actos quincenales, aunque la casa-patio abría a diario. “En el Juan XXIII se creó la gran fusión de la política con la sociedad”, declara Antonio Luque. “Todo el mundo hablaba de lo que quería, pero había que tener cuidado para que no se convirtiera en el centro de ilegalidades. No podías jugar con bromas de dejar octavillas ni papeles comprometedores en la sede. Toda la gente que se movía políticamente estaba allí”.
En los albores de la transición, el movimiento LGTBI, con la popular Paquera al frente, encontró en el Juan XXIII un espacio para defender sus derechos. La junta directiva le cedió una sala en la primera planta y, de vez en cuando, organizaban eventos públicos. Uno de ellos fue prohibido por orden gubernamental. “Llegó la policía y dijo que no se podía presentar la obra de teatro. No entendíamos la razón de la censura, pero lógicamente la acatamos. En su lugar, hicimos un coloquio”.
Francisco Ferrero, destacado dirigente de CC.OO en los noventa, se hizo socio en la segunda mitad de los sesenta. Apenas tenía 17 años y ya era un activo militante sindical de Electromecánicas. “Yo llegué al Juan XXIII poco después de incorporarme a la escuela de aprendices, que es donde tomé contacto con los grupos comunistas. Debía ser el año 66”, afirma. La fundación de CC.OO. en Córdoba está íntimamente relacionada con el Círculo Cultural. “Sirvió en esos años como espacio de contactos. Allí nos reuníamos muchas veces con Paco Acosta y Eduardo Saborido. Fue una pieza fundamental para la formación del sindicato”.
En marzo de 1970, Pepe Aumente explicó a Diario Córdoba el impulso que animó la creación del Juan XXIII. “Nació ante la necesidad que sentíamos un grupo de cordobeses de tomar conciencia, dialogar y participar en los problemas de nuestro tiempo y nuestra circunstancia”. Y añadió: “Nunca pretendió ser una asociación confesional. Lo único que nos ha unido es el común deseo de plantearnos problemas sociales, religiosos, filosóficos y, por qué no decirlo, hasta políticos”.
El periodista le inquirió sobre la percepción social que apuntaba al Círculo Cultural como un “foco de crítica casi subversiva”. Aumente esquivó la pregunta con sagacidad. “Posiblemente se deba a la poca costumbre y lo insólito que supone la presencia y la actividad de un Círculo que se atreve a discutir libremente los problemas. No intentamos hacer política”, zanjó. Lógicamente no era verdad. De hecho, pocos años después, en las elecciones municipales de 1979, trece de los veintisiete concejales que lograron el acta eran socios del Juan XXIII.
Examinada en perspectiva, aquella fue una experiencia insólita en el ámbito andaluz. La única que mantuvo encendido un rayo de luz en medio de la densa oscuridad de la dictadura. En una de las misiones que Rafael Sarazá encargó a su secretaria, Toñi Pastor fue a recoger en su ya mítico Seiscientos a uno de los clientes del despacho a la cárcel para llevarlo a la estación de tren. Se trataba de Mario Onaindía, preso de ETA, que pronto se reinsertó y acabó sus días en el PSOE. Era el mes de mayo. El escuálido joven se sentó junto a la conductora y enfilaron camino de la estación. Cuando atravesaban Córdoba, Onaindía le preguntó: ¿“Qué olor es este?”. “Es el olor del azahar”, típico de la primavera cordobesa, le respondió Toñi Pastor. Muchos años después, cuando el horror del franquismo ya se había esfumado, Rafael Sarazá llamó a su secretaria al despacho. Cuando llegó, el abogado le mostró un libro y le dijo: “Mira, Mario Onaindía habla de ti”. Eran las memorias del político vasco, cuyo ejemplar le acababa de enviar por correo. Toñi Pastor se acercó, cogió el libro y leyó la línea que le señalaba Sarazá. Decía así: “Para mí, la libertad tiene olor a azahar”.
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