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In situ
San Agustín: La verborrea de la hora tonta

Elena Lázaro / Rafael Obrero

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Hay en las tardes de otoño una particular cadencia hacia la perogrullada. Es como si en las conversaciones de calles y plazas se hubieran agotado los temas interesantes, como si los tertulianos dejaran agonizar sus charlas caminando lentos hacia la hibernación del palique. Eso no pasa en primavera o en verano, cuando el atardecer no es más que el preludio de lo que está por llegar y las calles rebosan animadas. Con el cambio de hora de otoño, la vida, el Sol, la luz, es para quien madruga, no para noctámbulos. En una tarde de otoño nadie sabe qué pedir en un bar, es la hora tonta. Las terrazas se vacían y las plazas, sólo con un poco de suerte y por tiempo limitado, son ocupadas por criaturas jugando y estirando los minutos antes de la cena, que de un día para otro casi se junta con la merienda.

Las tardes de otoño no existen. Uno sale de la oficina y es noche cerrada, así que no le queda más remedio que aflojar un poco la corbata y acelerar la conversación con los amigos de tertulia. La conversación y la velocidad de ingesta alcohólica. Un tercio de cerveza y un güisqui a la hora. Ésa fue la marca personal de cada una de las cuatro corbatas que conté esta semana en la Plaza de San Agustín a la hora tonta entre la merienda y la cena.

No hubo que pegar la oreja demasiado para escuchar los asuntos que les ocupaban. A grito pelado y con performance incluida compartieron con toda la plaza sus pensamientos sobre el amor (“lo que no se puede es pasar de tu mujer y llegar borracho todos los días a cenar”), la amistad (“cucha, yo tengo un amigo que se pide vacaciones para venir desde Albacete todos los años a salir conmigo el miércoles de Feria”) y el trabajo (“diez ofertas mejores he recibido, pero yo creo en lo que hago; yo no trabajo para ganar más dinero”). Perogrulladas.

Afortunadamente para las presentes, el diseño de esta plaza, reforma incluida, permite fluir el sonido sin interrumpir las confidencias de la mesa de al lado o los consejos de la sabia a su pupila, en la del fondo. El tono de las corbatas ni siquiera desentona con el griterío de los balonazos del fondo o los ladridos del perro que reclama pasear mientras su dueño apura el último trago de fino.

De alguna forma, esos cuatro corbatas representan la resistencia de quienes se niegan a aceptar el final del verano, del sol, de la vida, de la luz. Y ¿qué es La Axerquía, sino resistencia? Resistir ante los embates de la gentrificación, la multiplicación milagrosa de eventos cofrades, la falta de servicios y espacios verdes.

He caminado a lo largo del Colodro y la calle Moriscos hasta llegar a la Plaza y he comprobado que esa resistencia se camufla mimetizándose con el empedrado. La he visto vestida con una bata bajando la basura; luciendo piercings en un portal fumando a escondidas con la carpeta llena de apuntes al salir de la clase de inglés; pedaleando en familia con las bolsas de la compra en el manillar; militantes del habitar la ciudad histórica; activistas sin y con corbata; sénecas otoñales de la vida de verdad, que saben qué pedir y de qué hablar en la hora tonta. 

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