Sentada en la terraza de la cafetería Marga en la calle Úbeda, tiritando por la imprudencia de creer que la primavera había llegado un mes antes de lo previsto he comprobado que el discurso del decrecimiento económico, la sostenibilidad y el buenvivir es a veces tan superficial que, visto desde este lado del río en pleno corazón del Sector Sur, casi ofende.
Sólo he necesitado diez euros, una cuenta en bizum y cierto daltonismo en el vestir. Con el dinero y el móvil he pagado el jersey a rayas que probablemente peor combine con el pantalón que decidí sacar del armario esta mañana. De ahí lo del daltonismo. Lo he elegido en el laberinto de perchas y prendas que componen el puesto ambulante que regentan Rocío y Abraham en la esquina de la calle Úbeda con la Plaza del Mediodía.
He recorrido parsimoniosa la penúltima hilera de prendas compuesta por sudaderas y jerseys. He tropezado con alguna rebeca y a escondidas he buscado en las etiquetas el lugar de fabricación. He sentido una vergüenza terrible al comprobar lo errático de mis prejuicios: no, la ropa que venden Rocío y Abraham no está fabricada en países lejanos por criaturas explotadas en condiciones infrahumanas; su mercancía es europea, italiana para más señas.
Y ha sido allí, perdida entre la ropa, donde he tenido la revelación. El caballo que me ha tirado al suelo para mostrarme la verdad ha sido la conversación de Rocío con una vecina. Su hijo tiene fiebre, amigdalitis, según el diagnóstico de la pediatra. Hoy no ha ido al cole, así que el pequeño pasa la mañana en el coche que hay aparcado justo delante del puesto. Rocío y Abraham lo vigilan mientras atienden a la clientela. Conciliación, creo que es la palabra que buscan. Puedo equivocarme, pero es posible que Rocío me hubiera dado un capón si llego a pararme a explicarle con todo lujo de detalles las últimas políticas públicas ideadas para conseguir que la vida laboral encaje con la vida personal o si le llego a detallar los dogmas de la crianza del apego.
Pero no he dicho nada. Sólo he rechazado la bolsa de plástico y arrancado la etiqueta de un tirón. La mañana aún es fría y he agradecido la lana casi tanto como el hijo de Rocío y Abraham los rayos de sol que mantienen el coche calentito mientras juega en el asiento trasero con esa energía que sólo la fiebre es capaz de provocar en las criaturas.
He vuelto a la cafetería. La mesa de al lado continúa alargando la sobremesa del desayuno. De fondo, el griterío del patio del colegio San Juan de la Cruz ensordece a ratos su charla. Junto a la mesa, que ocupan una mujer y un veinteañero de sonrisa afable y perfectamente “ortodonciada”, se han detenido otra vecina y un hombre en silla de ruedas. La conversación, que empezó con un sencillo saludo y un educadísimo “¿cómo estáis?” se convierte en pocos minutos en un análisis realista de la situación económica del país. Los cuatro se lamentan de la falta de oportunidades laborales para la juventud. El muchacho cabecea sin perder la sonrisa y saca el móvil para lamentar la última oferta de trabajo que encontró a más de 400 kilómetros de casa con un sueldo que apenas daría para alquilar una habitación en piso compartido.
En su análisis no hay crítica, ni si quiera asoma un resquicio de indignación. Los cuatro, incluso el joven, parecen sencillamente resignados. Por un momento me parece oír la voz de ultratumba de los obreros que ocuparon por primera vez las viviendas sociales que componen el paisaje de este barrio, construido en los años de desarrollismo de la Dictadura. “Levantaos”, gritan fantasmagóricos desde todas esas calles nombradas con ciudades de la región que confluyen en la Plaza de Andalucía. “Andaluces, levantaos”. Es posible que la cercanía del 28F me haya atrofiado los tímpanos.
La amabilidad con la que se despiden para pedir la cuenta unos y continuar su camino, los otros me devuelve a la realidad. La calle es un continuo transitar de personas que se saludan, actualizando sus vidas con crónicas hechas en menos de 30 segundos.
Tres mujeres se encuentran junto a la puerta trasera del mercado de abastos, situada en la misma calle Úbeda.
- Buenos días, niña, cuánto tiempo sin vernos
- Vaya, aquí voy con mi hija, que ha venido hoy y hemos bajado a comprar.
- Uy, chiquilla, no me había dado cuenta de que eras tú.
- Es por el tinte. Desde que soy rubia no me conoce nadie
- (riendo) No mujer, que creo que no te veo desde que los niños estaban chiquitos y vivíais todavía aquí ¿cómo están?
- (responde la abuela) 1,80 mide ya el mayor. Enormes, niña, están enormes, hay que ver cómo se han criado.
- (ahora la madre) 17, 15 y 12 tienen ya. Ahí van, con los estudios. Son muy buenos.
- (la abuela insiste) Y muy grandes, es que están muy grandes.
- ¡Qué bien! Eso es lo importante, que crezcan y que estudien, que está la cosa muy mala. Voy para dentro, que no sé que voy a poner hoy de comer. Adiós. Y, niña, que estás muy guapa de rubia.
- Adiós
- Adiós
No hay dispositivo electrónico que concentre tanta cantidad de información en tan poco espacio de tiempo.
Desde la terraza de la cafetería observo a la parroquia que, apoyados -en masculino plural- en la barra, ha pasado la mañana conversando mientras Miguel, el dueño, sirve los cafés y alguna que otra copa. Desde fuera veo que él participa de la charla como uno más. Todo el mundo se conoce. No puedo oírlos, sólo imaginar su conversación. ¿De qué hablarán? Entro al baño para comprobar que el tema central de la mañana, que ya se acerca al mediodía, es el fútbol y la quiniela.
La vida parece tan sencilla en una mañana de viernes en el Sector Sur que por un momento llego a creer que quizás lo sea. Luego veo llegar un todoterreno último modelo a la farmacia y pienso en todo el espacio que tendría ahí dentro para jugar el niño de Rocío. Miro el escaparate de la joyería donde lucen escandalosos los cordones de oro que algún vecino lleva en el cuello como señal de que puede pagarlo. Veo a una pareja joven tomando una bebida energizante -menudo eufemismo para describir una forma barata de conseguir un subidón nada más arrancar el fin de semana- mientras comentan qué anillo o qué medallón comprarían si pudieran pagarlo. Entonces caigo en la cuenta: la vida es sencilla allí donde hay pocas opciones para complicarla.
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