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Paco y la aristocracia

Paco Merino.

José Carlos León

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En el mundo somos muchos más los idiotas que los talentosos, y por eso hablo en plural, porque yo voy el primero. Pero siempre hay alguien más idiota que tú. Siempre. Es una ley universal. La gestión de la masa idiota es lo que nos hace distintos del resto de seres vivos y nos convierte, por tanto, en una anomalía de la naturaleza. En el reino animal a los idiotas se los comen, los matan o se les abandonan, y por tanto tienden a la extinción porque son un lastre para el grupo. Los seres humanos no, somos distintos. Desde pequeños hemos aprendido a cuidar a los idiotas, a darles las mismas o más oportunidades y, sobre todo, los mismos derechos y responsabilidades. Ahí es donde desarrollan hasta el extremo su idiotez. En cualquier caso, ser idiota no es peligroso ni un problema en sí mismo. El peligro viene con la adjudicación de cualquier tipo de poder al idiota. Ahí viene el riesgo. De hecho, cuando le preguntas algo a un montón de idiotas y pones urnas delante tenemos una democracia, y los resultados son imprevisibles. Porque los idiotas tienden a elegirse entre ellos, incluso a coaligarse y repartirse ministerios y vicepresidencias. En España hemos disfrutado de varios ejemplos, y el último lo tenemos demasiado presente.

En la antigua Grecia, antes del Siglo de Pericles (V a. de C.), Atenas se regía por la aristocracia entendida desde su sentido más etimológico: el gobierno de los mejores. Tiene sentido que entre una masa mayormente imbécil, el control del Estado y de la sociedad lo tengan los que poseen la areté, la excelencia, porque se supone que ellos (básicamente, la gente que sabe de lo que habla y no cualquier mamarracho elegido a dedo por su partido) son los más adecuados para tomar las grandes decisiones que afectan a todos. Platón alababa el gobierno de los filósofos, de los más éticos y de los buscadores de la verdad, mientras que Aristóteles bendecía a los que pretendían “el beneficio del todo” y lo mejor para la sociedad.

La aristocracia se impuso a la tiranía (el poder absoluto sin leyes), monarquía (el gobierno de una sola persona), la oligarquía (el gobierno de unos pocos), la plutocracia (el gobierno de los ricos) o, finalmente, la democracia, el gobierno del pueblo, dejar que todo el mundo vote. La democracia siempre se definió como el menos malo de los sistemas, elogiable y aspiración quizás de toda sociedad, aunque peligrosa en su propia definición, porque al darle el voto a todos también se lo estás dando a los idiotas, y eso es como darle una pistola a un mono, pero con una urna delante…

La aristocracia ateniense no era lo que entendemos hoy por el término, esa sarta de pijos y mamarrachos terratenientes que salen en el ¡Hola!, con apellidos compuestos y más cuento que Calleja, habituales en fiestas y puestas de largo donde lucen sus narices de catálogo y el bótox hasta en las cejas. La aristocracia buscaba la virtud, premiaba la meritocracia, el talento y la inteligencia, separando claramente a los mejores de los mediocres, y dando a aquellos el poder, pero también la responsabilidad. Al final la aristocracia terminó cediendo por la presión del pueblo (siempre hay más tontos que listos, eso es matemático, y muchos tontos hacen mucha fuerza) y por la inevitable corrupción del poder. Nada ha cambiado desde entonces.

En un mundo ideal, lo lógico, lo correcto y lo habitual sería que gobernaran los mejores, los que más saben, los que tienen más experiencia y los que mejores decisiones pueden tomar para el resto. Por eso, que a un tío como a Paco Merino le vaya bien debería ser lo normal. Lo hemos perdido en CORDOPOLIS, pero lo sigue teniendo la sociedad cordobesa y el periodismo, así que seguiremos disfrutando de él y de su estilo, aunque sea jugando con otro equipo. Llega un momento en el que los grandes jugadores trascienden a su  camiseta y se convierten en patrimonio inmaterial del deporte y de sus aficionados. Pues Paco es uno de ellos, y por eso su proyección es una buena noticia para el mundo, para la sociedad occidental y todos los que luchamos contra la mediocridad clamando en el desierto de los idiotas.

No soy objetivo, lo reconozco. Hace 20 años que me reclutó para El Día de Córdoba cuando era un desconocido aprendiz de juntaletras para firmar mi primer contrato profesional, y trabajé 12 años junto a él, codo a codo, para hacerme periodista y persona. Fue mi jefe, y luego mi amigo. Alejados del periódico mantuvimos la relación y hace unos meses me abrió de par en par las puertas de CORDOPOLIS para volver a sentirme periodista. “Escribe de lo que te dé la gana”, me dijo, la misma libertad que me dio durante esos años en los que me contagié de sus clichés (“categorías intrascendentes”, “victoria con solvencia”…) e hice mías algunas frases como “aquí sobran niñatos y hacen falta más padres de familia”, “este artículo no se lo van a leer ni los presos” o “este texto tiene menos peso que mi polla a las 7 de la mañana”. Ahí queda eso.

Además, su triunfo es la victoria de todos los que fuimos o somos redactores de deportes, esa jauría aislada en la redacción, minusvalorada bajo el sambenito de que para hablar de fútbol no hace falta escribir bien. Cualquier texto de Paco está preñado de referencias bibliográficas, culturales, cinematográficas o musicales, y tiene más calidad estilística que el de mucho director de ínfulas etílicas. En un periódico aprendes que un redactor de deportes es un boina verde del periodismo, alguien capaz de sacar una sección adelante con una palo y una guita, de convertir un 0-0 en un ejercicio de literatura sublime y de estar muy por encima de la categoría del equipo del que escribe. El Córdoba es un cadáver en Segunda B, pero Paco escribe de él como si fuera la Champions. Y lo seguirá haciendo, aunque no sea aquí.

El éxito de Paco no representa sólo el triunfo de los mejores, sino la victoria de los honestos y profesionales. En el periodismo (como supongo que como en todos los sectores) campan a sus anchas los ineptos pelotas, borrachos y puteros cuyas carreras no han despegado echando horas en la redacción, sino bajo el humo y los cubatas en largas noches medrando con sus jefes, igual de idiotas y ávidos de rodearse de mediocres que no pusieran en cuestión su status.  Eso nunca le fue a Paco, autodefinido como algo antisocial, alejado de la vida pública, de los focos y del divismo, consciente de que este oficio trata de contar lo que está pasando, no de ser protagonista de lo que pasa. Alejado del divismo, de la noche y de los vasos largos, Paco monta sus reuniones de trabajo alrededor de un café en Fidiana, con mesa reservada en el Bar Jose para quien quiera compartir una conversación que nunca deja indiferente. Allí nos seguiremos viendo compañero.

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