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Rayaúras y chominás

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Antonio Agredano

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Mi primer contacto con el mundo es un señor que se agacha a recoger, embolsando su mano, la mierda de su perro. Como lo he vivido, sé cómo huele y el tacto del zurullo caliente, apenas separado de su piel por el finísimo plástico. Son las siete y cuarto de la mañana. Milenios de civilización, guerras, monumentos, epidemias y profetas, para desembocar en esta acera, él y yo, bajo una farola de luz temblorosa, ante un caniche que caga.

Hay gente que llama “hijos” a sus perros y he aprendido a no extrañarme por esas cosas. Igual que no me sorprendo cuando, a la misma hora, en el bar de la esquina de mi calle, una señora desayuna Cruzcampo y Ducados. Atravieso la ciudad en bicicleta, soy el del casco rojo, y ya pienso en que hoy me comprometí a publicar esta columna. Dejar de escribir está bien porque uno piensa sin pensar en lo que piensan quienes le leen. No digo que se viva mejor sin opinar, pero reflexioné mucho sobre ello este verano. Es natural este temor a elegir la senda inadecuada. O a ser un pesado. Porque todo puedo perdonarlo menos que me den el coñazo. Darlo yo, por coherencia, me desvela. En Cordópolis me pagan, pero no tanto como para verme obligado a opinar sobre cada tema que se cruza en nuestra ciudad. Mojarse sólo renta si renta. Salvo que el ego obligue, claro. Pero ese, de momento, no es mi caso.

Vivimos tiempos de rayaúras y chominás. Exaltamos lo intrascendente y lo trascendente muere sepultado entre quejas fofas y yoísmos. No tengo una teoría sobre esto.

Baby Tv ha ocupado mi cerebro. Allí donde muchos ven enemigos de España, conspiraciones, empresas todopoderosas, amenazas migratorias o contubernios municipales, yo veo mariposas que cantan. Ser padre no me ha cambiado la vida, pero ha transformado completamente mis rutinas. Donde antes había fútbol, ahora hay dinosaurios sobre el sofá. Donde antes había vino, ahora biberones girando en el microondas. Soy el mismo, pero ando en otras batallas. Antes era el Long Rock y ahora es el Apiretal, al final todo es lo mismo, dormir poco y confiar en la química. Coñazo y chominá, vocabulario vaginal, por cierto. No quiero ser sospechoso de nada. A veces digo “una polla como una olla” cuando me niego en redondo. ¡Cipote, qué genital es el español!

El futuro ya es sólo el futuro de mis hijos, cuanto más certezas tengan ellos, más incertidumbres arrastro yo. Ha sido un buen verano. El buen tiempo nos recuerda que todos vamos a morir. Ojalá no hacerlo en agosto, porque obligaré a mi familia a mostrarme en en el ataúd con bermudas de colores, camiseta de tirantes y una gamba a medio pelar en la mano. Sólo hay una cosa más hortera que beberse un mojito: fotografiarse con un mojito. Hay familias que encuentran la felicidad en el hidropedal. Hay familias cansadas mirando el mar desde la orilla. Hay familias que no parecen ni familias. Y luego niños nuevos, untados en crema, con una pala de plástico esgrimida con torpeza. Padres que pisan las huellas de sus propios padres. De todo hay y tampoco debe uno extrañarse por eso.

Una rayaúra, quería decir, es algo que nos preocupa pero que, en frío, no tiene ninguna importancia. Una chominá es algo sin sustancia; un pego, usando un sinónimo propiamente cordobés. Opinar es rebatir las rayaúras y las chominás de los demás. Como hablar del Córdoba en un bar o afear la estrategia electoral a Albert Rivera. Yo ya he cavado mi trinchera en el frente de lo que apenas importa. Dejo los grandes temas a los grandes pensadores. No soy ambicioso. Ya sé que no voy a cambiar el mundo con mis palabras. Me limito a quitarle el sabor a podredumbre, quiero ser como el limón que acompaña el pescado en los tugurios. Por eso he vuelto con ilusiones nuevas. Todo el mundo tiene sus miserias y las miserias hay que contarlas, porque taparlas no sólo no sirve para nada, sino que nos priva de tantos buenos ratos. No hay cosa más divertida que el referir, que es el chismorreo con candidez y agudeza. El que critica se envilece pero el que refiere, endulza la realidad, la revive y crea de nuevo. El que refiere está grabando una película con palabras.

“Cuéntame algún chisme”, le digo a mi madre por teléfono. No porque me interese la vida de los demás, sino porque me gusta escucharla a ella contándome el mundo que vive, siente y padece. Exagerando a veces, otras quedándose corta, pero siempre repintando las paredes, aligerando con risas el peso del mundo. Los trampantojos del espíritu. Por eso me hace gracia a veces cuando me dicen que cuento demasiadas cosas personales por aquí. Pero lo tengo más que meditado: si van a hablar de uno igualmente, será mejor adelantarse, ¿no?

No tenemos Gobierno, los patinetes eléctricos invaden nuestras aceras, mi mujer y sus amigas se van de marcha el viernes, ahora que estoy delgado, me empiezo a ver clareos en el pelo, mi pequeño duerme poco con los mocos, en una semana empieza Cosmopoética, he vuelto a las columnas semanales, el meñique se me ha quedado torcido tras la factura, ha arrancado a llover, a los hijos de mi vecino les han regalado un perro. Todo son buenas noticias, menos lo de los mocos. Hay que abonarse a las rayaúras y a las chominás. Son la salsa de nuestra existencia. Lo que no importa es importantísimo. Y en tiempos de relatos, salvapatrias y otras zarandajas, os convoco aquí cada siete días para ver si hablando sobre nada nos encontramos. La batalla matutina, la caquita de perro, la publicidad en el buzón, las ruedas desinfladas, un enchufe que no funciona, un café demasiado claro, un futuro demasiado oscuro. La vida.

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