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El portero

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Antonio Agredano

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No sé cuánto hubo de necesidad. De no servir para otra cosa. Era muy pequeño. La infancia es una ficción que construimos, ya de mayores, con frases inconexas y turbias que le hemos arrancado al pasado. No sé, por ejemplo, si leía tanto por curiosidad o porque me costaba hacer amigos. No sé si era tan obediente por respeto o por cobardía. No sé si fui portero por gusto o por descarte. Suele ser una mezcla de todo, y algún extraño azar, lo que nos pone en la senda de lo que somos y seremos. Y allí estaba yo, bajo la guillotina de sombra, cerca de la red como una diminuta araña, con costras en las rodillas, guantes enormes y un miedo al gol que aún pendula en mi cabeza.

Los porteros también sueñan con ser héroes. Sueñan con llegar al balón imposible. Marcar en el último minuto, desesperados y solos, conquistadores del área ajena. Un tú a tú con el igual. No hace falta estar loco para ser guardameta. Es una fama imbécil. Basta con querer evitar el gol en lugar de anotarlo. Es un acto de generosidad nunca reconocida. Los errores abultan más. Los aciertos brillan menos. “Es tu trabajo”. Ser portero es gris y funcionarial, hermoso y aburrido. No es un delirio, es acostumbrarse a lo cotidiano. Estar concentrado todo el tiempo. No temblar. No pasarse de listo. Cedrunesco o busquetino. Cechteto o ablanedista. No volar demasiado pronto, no ir al cruce demasiado tarde. Sudar menos y sufrir más.

Se ha soldado el dedo que me rompí en agosto. Fue en una pachanga en Sevilla. En el campo de Los Mares, cerquita del hospital. Tras un disparo raso y a mi derecha que acabó en gol. La fractura no tuvo épica. Anoche, tras escayola y apretar pelotitas de goma sesenta largos días, volví al césped artificial y note el relámpago terrorífico en la mano. El de la culpa y el qué haces aquí de nuevo. El “otra vez vas a jugar al fútbol” de mi madre. Y luego ese zigzagueo que arranca en la muñeca y acaba en la uña del meñique como una serpentina. El miedo a lesionarse de nuevo.

Fue con una pandilla de desconocidos, muñecos del subbuteo sin nombre. “Nos falta un portero, vente”. Y fui, sin saber quien era nadie. Preguntando “¿Sois los que jugáis a las diez? Creo que juego vuestro”. Los de blanco eran los míos. Ejercito de Kipsta. Soldados de Joma. Legiones del multitaco. Los de negro eran los rivales. Los enemigos. ¿Por qué no llamarlos por su nombre? ¿Por qué hemos maquillado este deporte ruin con tanta literatura y bondad? La primera falta y el primer disparo a puerta, lo hacemos nosotros. Los buenos. Hay huesos y músculos en juego. Esto no es una coreografía ensimismada. Esto es fútbol. Este deporte impreciso y recio. Dadme más adjetivos pero, sobre todo, más Reflex y más vendas. Más tarjetas amarillas. Once son pocas.

Ganamos, pero es lo de menos. Era un amistoso. Pero ganamos. Siendo lo de menos, lo reconozco, qué importante parecía anoche. El dedo se llevó un buen trallazo. Miré a la red y de espaldas me persigné, a escondidas. Sin ser Dios de los míos, me acordé de él. Gracias por mantener duro el hueso. Gracias por el tendón y la dulzura del guante y por el larguero que evitó el gol. Sólo la rocé. Gracias por hacer que ese suspiro de la manopla fuera suficiente. Los porteros hablamos solos, allí en esa área pequeña que es un plumier lleno de lápices rotos. Nos animamos a nosotros mismos. Yo siempre me digo “tranquilo”. Y “atento”. Y luego “joder” si me he visto lento en el achique. O con dudas. Las dudas son el ladrillo en la casa del portero. Arquero, estibador de incertidumbres, guardameta, expatriado en el muelle. Soportando el frío y el calor, los gritos, el tedio, las goleadas o ese cero que es un milagro de nieve y sol, de hierro y madera.

No sé por qué me hice portero. Era un campo de albero. En Parque Figueroa. Mi tío me regaló unos guantes Uhlsport. Eran rojos y blancos. Agujereé su palma. Descosí sus dedos. Los pegaba una y otra vez con esparadrapo. No quería que murieran nunca. El uso los condenaba al adiós. Cuando llegaba de los partidos, los guardaba en la mesita de noche. Caían minúsculas piedras de su interior. También la arena. Restos de goma. Con los guantes a buen recaudo, me miraba las heridas. Mi madre me ayudaba con la mercromina para los sollones. No recuerdo apenas nada de aquella primera temporada. Benjamín, quizá. Muy niño. La portería era enorme. Como una cárcel. El área un patio por el que pasear con desgana. Una vez subí a rematar un córner y el entrenador me gritó “¡Agredano, dónde vas!”. Y me volví, aún sabiendo que era la última jugada. Que íbamos perdiendo. Pero me dijo que volviera. Y disciplinadamente retorné a la jaula. Y eché la reja. Ya nunca más abandoné aquella estancia, donde anoche jugaba de nuevo, con cuarenta años, con el mismo terror al gol, con los ojos negros y minúsculos fijos en el balón.

Diciéndome a mí mismo “vamos”. Estirándome como un cometa, lanzado contra un gol que, durante un instante, pareció irrenunciable.

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