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Mis hijos, tus hijos, sus hijos...

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Antonio Agredano

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Que yo tenga dos hijos no implica, necesariamente, que me interese la vida de tus hijos. Desde que soy padre todo el mundo me cuenta sus batallitas domésticas, primeros potitos, cacas blandas y esas primeras palabras pronunciadas en tenguerengue. He descubierto que la paternidad, como la radio, necesita oyentes.

No soy un padre especialmente pesado. Quien me conoce lo sabe, podéis buscar referencias. Como Movistar con las series, sólo suelto el rollo bajo demanda. Llevo sus vídeos y sus fotos en el móvil, como todo padre orgulloso, y llevo en el cerebro todo el día las cafradas de mis enanos, faltaría más, pero aún conservo el interés por hablar de fútbol, política o literatura cuando me junto con la gente en el desayuno o en la previa de un partido. Aún pronuncio más a menudo la palabra “cipote” que la palabra “apiretal”.

Los niños son como un agujero negro, lo absorben todo. Pero también los padres tenemos una extraña tendencia a lanzarnos como saltadores olímpicos a la piscina oscura que es hablar de lo mismo todo el rato. Quiero pensar que puedo ser padre sin dejar de ser humano. Entre otras cosas, porque en mi familia, pese a la llegada de los dos niños, no ha habido aumento en el interés sobre pediatría, pedagogía o nutrición. Tenemos los conocimientos necesarios para no envenenarlos, para que una tos no acabe en urgencias o tener la valentía suficiente para entender que hay que pasar del sonajero al peluche y del peluche al muñecajo duro del Capitán América. No hay libros de crianza en mis estanterías, ni tratados sobre educación y tuve que buscar en Google que era una cama Montessori, que, por lo visto, una cama Montessori es donde yo dormía en el piso de estudiantes que compartía con un marroquí, un ruso y un rondeño en la Alameda de Capuchinos de Málaga, es decir, un colchón echado al suelo. Y que me destripe la pureza.

Mi única certeza como padre es que todos los niños son más o menos iguales. Entiendo, y respeto, que se nos vaya la cabeza. Porque son preciosos. Y yo a los míos es que los llevo al parque y pienso, creo que hasta en voz alta: ¡ES QUE SON LOS MÁS GUAPOS CON DIFERENCIA!. Pero tras un rato observando a la marabunta de mocosos minúsculos, sus carreras inclinadas, sus berrinches, sus miedecillos… rápido llegas a la conclusión de que la infancia es felizmente homogénea y que ellos se apañan así, en ese mezcla de ternura salvaje y desenfrenada que tienen los niños cuando se juntan unos con otros. Hay padres intervencionistas. Incluso padres intervencionistas con niños que no son los suyos. Hay padres ostentosamente simpáticos. Incluso incómodamente simpáticos. Hay padres que cuando levantan la vista del móvil ya no saben si su hijo está en ese parque o en el parque del barrio contiguo. Y hay padres, como yo, que observan en silencio, para evitar severas caídas, y dejan que todo el peso recaiga en quien tiene que recaer: el mico.

Me gusta cuando los padres hablan de sus hijos sin asumir un papel ejemplar. Cuando lo hacen con este temblor que aún no he logrado yo quitarme, el de la responsabilidad, el de los profundos temores, el de las dudas, la prudencia y la felicidad más honda e informe, este amor caótico, indescriptible y raro que siento hacia los dos meloncillos que ahora duermen la siesta. Sus levísimos ronquidos, sus párpados enormes, su merecido descanso tras el madrugón de la guardería. Los padres que asumen el reto sin didáctica, pero con bondad. Con una autenticidad que está plagada de errores, de soluciones de urgencia, de improvisación y de fe. De fe en un futuro que es un paraje inhóspito. Un futuro que no es más que un sumatorio de años moderadamente felices. La vida, así crudita y fresca, como el tartar. Sin más ambages.

Si crees que tu hijo es especial, que tiene algo que el resto de niños no tiene, regístrate en un foro y da rienda suelta a tu fantasía. Puedes tener razón. Puede que no. Yo casi estoy cómodo con la vulgaridad de mis hijos, criados con cariño y entusiasmo por su madre, ordenada y atenta, y su padre, quisquilloso y solícito. Un familia como hay cien mil en la misma ciudad. Con las mismas prisas, los mismos medicamentos en un cajón de la cocina, los mismos ratos para ir al parque, los mismos cuentos desparramados por el suelo, los mismo dinosaurios perdidos en las rendijas del sofá, el mismo vídeo de Pica Pica cargado en Youtube. Desde el nombre a las extraescolares, hay una inquietante búsqueda de distinción de los padres en sus hijos que, creo, sólo puede llevar a la frustración de quien cree haber parido a Orhan Pamuk y sólo ha criado a un simplón Antonio Agredano. De los Messis en los campos de césped artificial, ni hablamos.

He aprendido tres cosas con la edad. La primera es que beber ya no compensa, que las resacas son un precio demasiado alto por ese ratito etílico y que beber con moderación no es una cuestión de salud, sino de mera economía vital. La segunda es que puedes estar gordo o calvo, pero nunca calvo y gordo, así que ante la posibilidad de perder pelo, he decidido perder kilos. Y la última, es que jamás debe uno meterse en lo que hacen o dejan de hacer los padres con sus hijos. Que allá cada cual con la ropa, la educación, las cunas y las tablets. Que cada decisión es su decisión y que el hecho de ser padre sólo te da autoridad para meterte donde no te llaman, que no es un derecho, sino un acto casi delictivo. Ir con el dedito señalando lo mal que lo hacen los demás sin mirarse un solo instante en el espejo de uno mismo. Eso no evita que luego nos toque de referir, y poner a todo el mundo a caldo, que es un deporte que si fuera olímpico, es que yo me llevaba fijo una medalla. Pero de puertas para adentro, quién soy yo para decirle nada a nadie sobre las personitas a las que más quieren. No hay que ser tan osado.

Yo lo único que quiero es seguir mi camino escuchando, principalmente, a María, que para eso es la madre de las criaturas. Elegir un camino y tratar de recorrerlo juntos. Con más listeza que formación, con más regularidad que brillantez, con más barullo que finura. Y tirar para adelante sabiendo que la vida es corta, pero ancha. Que esto va volado pero que hay que agarrarse a los días como nos agarrábamos en la Habichuela al vaso de tubo de plástico, con esa inmensa gratitud al mundo por poder estar ahí en ese momento y no en cualquier otra parte. Tiene la paternidad un punto de ingenuidad que no quiero perder. Del botellón al paritorio no hemos cambiado tanto. Seguimos con las mismas mierdas y, como mucho, algo más de pasta en el banco. Seguimos con la zozobra y el vértigo, que también son cosa bonita, porque son a la vida lo que los pizcos de jamón a la tostada. Y luego esa afectividad tan disparatada, tan única y celosa, con ellos, los protagonistas de la movida, los hijos, ajenos a las estanterías de autoayuda, a las webs, al cuadrante de vacunas y a las batidoras.

Ser padre me ha vuelto un poco huraño. Debe ser eso. No encuentro el momento para volver a casa y tirarme en el suelo a tratar de poner en pie los ejércitos imposibles de mis hijos. El Doctor Muerte, un unicornio con cuerda, un stegosaurio, dos hipopótamos, Ladybug, una cabra, un Aragorn manco, Rafiki y He-Man, puestos en fila para una batalla que nunca se produce. Y si no vuelvo a casa, si me paro por ahí, o apuro una cena, o Julio me invita al fútbol, o me enrrean para una pachanga de fútbol 7, pues intentaré aparcar la necesidad, y retomar el mundo, y criticar a Lucas Vázquez, o que me recomienden un libro, o no encajar muchos goles, o simplemente mirar por el ventanal de un bar y ver que ha empezado a llover, que ya es otoño, y que la vida está bien a este lado de la barra, con un plato de altramuces, el As abierto, y un poco de fresco que avisa de que hay que ir sacando la manga larga.

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