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Fiebre

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Antonio Agredano

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Me he acordado del sabor de los repápalos que preparaba mi abuela María, y ha sido como un latigazo de ternura en el paladar. Y luego, tristeza. Me los hacía cuando estaba enfermo. Tanto me gustaban. Eran como una medicina con perejil y huevo. La semana pasada, mi hijo mayor tuvo fiebre. Me hice padre de repente. Aprendo en el dolor de los demás. Yo propuse acampar frente a la consulta de la pediatra. Mi esposa me pidió algo de tranquilidad. “Los niños tienen fiebre”, dijo. “¡39!”, contesté. Como si ese número pudiera acabar con cualquier debate. El niño jugaba con el Capitán América, ajeno a su calentura. Más entero y despreocupado que yo. Fatigoso y feliz. En toda crisis siempre hay un individuo que se mueve de un lado a otro sin solucionar nada. Yo era ese individuo. Blandía el termómetro como un maestro de esgrima, buscando en su axila ese 36,8 que aliviara mi preocupación. Con una jeriguinlla de Apiretal como si quisiera apagar con ella un fuego.

Me he acordado de mi abuela María midiéndome la destemplanza con un beso la frente. Sus cuidados. Su presencia calmada. Esa delicada ordinariez suya. Pensaba en ella la semana pasada. Cuando la fiebre era alta, tumbaba a Fidel sobre mi pecho y le leía sus cuentos. Con más dulzura que de costumbre. Con menos prisa. Con un impostado sosiego en el silabeo. Con menos estar en otras cosas. Los días son relámpagos. Su enfermedad me dio la pausa. Él bajaba los párpados y ladeaba la cabeza un poco. El flequillo rubio se le anclaba a la frente. Las manos como un ovillo. La boca rosicler. Mi móvil emitía señales de atención en alguna otra parte de la casa. Todo puede esperar. Estoy imitando a un león cobarde. Estoy imitando a una niña perdida. Estoy imitando a un hombre que fingió ser mago para poder, por fin, ser alguien.

No habrá nadie como mi abuela María. La pasión de los nietos podría usarse de combustible para los aviones. Recuerdo el día que murió como recuerdo el día de ayer. Tenía ocho años. Mi madre me recogió del colegio. No noté en su mirada la desolación. Al revés, una sonrisa lo inundaba todo. Era una sonrisa para mí. Para que yo no sospechara nada. Para espantar con sus labios la tormenta. Qué arquitectura la de esa sonrisa. Qué dolor y amor y cemento esa sonrisa desde la pérdida para que yo no imaginara, siquiera, que mi abuela se acababa de marchar. Para darme la noticia ya en casa. En el refugio. Para no llorar, como lloré, en mitad de ningún sitio, sino abrazado al cojín en el que me sentaba a ver los dibujitos en el suelo. Mi madre y esa fuerza encerrada en su palacio minúsculo. Traía una bolsa de chucherías. Debí sospechar. ¿Por qué chucherías aquel día y ninguno otro antes? Pero no sospeché. Era el mejor día de mi vida. Y luego dejó de serlo. Y así lo recuerdo. Como una montaña rusa del corazón y el espanto de una muerte, la de mi abuela, clavada en el tiempo como una chincheta en el pie descalzo.

La fiebre de Fidel no bajaba. “Tú también tuviste fiebre de chico y aquí estás”, me dijo mi esposa con cariño. El niño se acababa de dormir en su regazo. “La fiebre me recuerda a mi abuela María”, le dije. La recuerdo inclinada sobre mí con paños fríos. Yo tumbado en la inmensidad de su cama. Con la sabana hasta el cuello. El temblor. El agua cayéndome por la nuca. Mi madre mirando desde el umbral de la puerta. Mi abuela abrazándome y ese paracetamol de los cuerpos. Fidel hablaba por las noches. Sus sábanas empapadas. Y las gasas que ahora usa su hermano en su frente roja. El alivio y luego la incomodidad. Sus palabras inentendibles. El cansancio de no poder dormir del todo. Tumbarme a su lado y besarle las manos. Besar las manos. Que también hacía mi abuela. Y besarme los pies diminutos. Y hundir su cara en mi clavícula y soplar fuerte hasta estallar en risas. Eso recuerdo mientras cuido de mi hijo. Mientras velo sus desvelos. En los cuidados que estaban aquí antes de nuestros cuidados. En este lenguaje balsámico. En estos gestos que son de luz y no terminan de apagarse nunca.

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