El delegado
Fui delegado de curso en 7º de EGB. Mi primer acto público fue ir a por un paquete de tizas a Dirección. Fui escrupuloso en mis modales, educado, puntual. Saludé al conserje con complicidad. De poder a poder. E incluso me adorné, silbando suavemente por los desiertos pasillos hasta llegar a clase. Llamé a la puerta, por supuesto. Por cortesía y por hacerme notar un poco, por qué no confesarlo, en mi primer acto político. La maestra me dio las gracias y me senté satisfecho en mi escaño-pupitre. Noté la envidia a mi alrededor, y el ostentoso desprecio del subdelegado, cargo que asumió tras perder las elecciones contra mí; en aquella votación secreta, con palotes en la pizarra, con un “me gusta la inma” en una de las papeletas, como una inesperada y obtusa declaración de amor. “Me gusta ser delegado”, pensé, mientras giraba el lápiz en la mesa y atendía, distraído, a la clase de Geografía. Notaba el cosquilleo del poder. Esos zancos invisibles. Esa magia oscura del mandar.
Mi segunda misión, sin embargo, estuvo lejos de aquel idílico debut. Me topé con los demonios de la política. Con esa cosa tan pesada, grisácea y desagradecida que es la responsabilidad. Se fue don Diego, maestro de Matemáticas, y quedamos a la espera de que llegara don Isaac, el de Lengua. “¿Quién es el delegado?”, preguntó don Diego. “Yo” dije, entre varios “él”, que me señalaban. “Ven a la pizarra y apunta a quien hable”. Me levanté ceremonioso y entre murmullos. Tomé la tiza como quien hereda el maletín de un ministerio. Seguí con la mirada a don Diego hasta la puerta, agarrándome a su autoridad unos instantes, y luego me quedé solo delante de treinta y cinco compañeros. Estaba la Vicky, a la que amaba, y el Potipoti, el Laredo, el Alcaide, mis amigos; pero luego estaban el Isra, que tenía tres años más que yo, y el Antúnez, que llevaba un brazo escayolado. Y el Cortés, que sólo venía de vez en cuando. Y un par de idiotas que habitualmente no daban un ruido en clase pero, como yo les caía mal, empezaron a imitar a animales y no sé qué otras pavadas.
Amenacé primero, en tono conciliador. Mis frases se disiparon en el aula. Hice ademán de escribir un nombre, apreté incluso la tiza sobre el encerado, pero luego me di la vuelta dejando un punto blanco huérfano en mitad del verde oscuro. Me giré sudoroso, inquieto. Empezaron las risas escandalosas. Ese día aprendí que una amenaza es una derrota anticipada, que no hay que demorar las decisiones, por más dolorosas que sean. Miré los pupitres pidiendo calma y piedad. Lancé varios “shhhh” que quedaron en nada. Un globo desinflándose en una esquina. Ya había compañeros de pie, el plumier del Potipoti volando de punta a punta de la clase. El Checa hablando con el Márquez. El Isra registrando en los cajones de la mesa de profesor. Un ruido enorme. Una pizarra inmaculada. Cinco o seis niños en silencio casi por lástima ante un delegado incapaz, tragado por la tierra, solo en mitad de una clase que era una granja ya.
El poder desordenado en mis pies, caído como hojas otoñales. Muchos de ellos, votantes míos, seducidos por el caos y el desprecio hacia su representante. Y tomé la decisión más cobarde, la más alejada de lo que yo creía ser. Me giré y apunté en la pizarra al Laredo. Al pobre Laredo, un tipo silencioso, que simplemente rió a carcajadas, una vez, poniéndose muy rojo, por una broma de otro chaval. La pagué con él. Con el que sabía que no me iba a pedir explicaciones en el patio. Con el ciudadano más débil de mi clase. A él le apunté, queriendo pagar con su cabeza el precio del silencio. Me miraba contrariado. Mi decisión, lejos de amilanar a mis compañeros, los alentó. Era tan absurda, tan cruel mi caligrafía, que mi autoridad cayó al suelo entre cascotes y polvo, como un edificio tras el terremoto.
Entró don Isaac y con una sola sílaba, “eh”, silenció a todo el mundo. Mis compañeros se recompusieron, se sentaron, y miraron al frente como volviendo de un lisérgico trance. “¿Qué pasa aquí, Antonio?”, me dijo enfadado. No supe que decir. No hice intento de pescar alguna palabra de mi desplomado estómago. “Vaya delegado”, dijo. Y estallaron risas, apagadas de nuevo con un “eh” deshidratado y cruel. “Siéntate”. Y me senté. Observado y solo, incapaz y minúsculo.
Al día siguiente fui a hablar con la tutora y presenté mi dimisión de delegado. “Habla con el subdelegado y si él quiere, os cambiáis. Que sea él delegado y tú subdelegado”, me dijo. No me preguntó el motivo. Yo tenía preparado un llantito, un desahogo. Pero ella no quiso profundizar. Me despachó como a un asunto menor. En mi garganta un nudo ridículo. Pelo de gato. Culpa e impotencia. Hablé con el subdelegado y me dijo que sí. Y que “vaya cagao”. No protesté.
Pienso en la política como en aquella clase. Los electores huelen la incapacidad. Buscan la alternativa o el desmadre. Pero saben cuándo un proyecto ha finalizado, cuándo se ha agostado la cosecha, cuándo la lata de cerveza sólo esconde un sorbo caliente. La gente no vota mal. La gente vota lo que quiere votar. Si no te votan a ti, el problema es tuyo, no de la gente. Sólo echándole un poquito de ´milagrito´ a la soberbia se puede construir una alternativa política de calidad. A las elecciones se viene llorado de casa. Fui delegado dos días. Gané las elecciones y perdí en aquella pizarra. Obré mal. Tuve miedo. Era más importante llegar a ser delegado que tener la posibilidad de demostrarlo. Signo de nuestros tiempos.
La culpa no fue de mis compañeros. Todos hicieron lo que debían hacer. Lo esperable en una clase de séptimo. Fui yo el que no supo estar a la altura de lo que algunos esperaban. O eso pensaba, mientras volvía a casa recién dimitido. Con esa lágrima pueril que no termina de suicidarse nunca contra mi mejilla. No tengo miedo a Vox, pero sí una profunda tristeza. Si Vox es una alternativa, es que las opciones eran realmente pobres. Nadie tiene la culpa, pero todos somos culpables de algo. Su programa es breve, rotundo, irrealizable, revanchista y está lleno de calvas e incongruencias. Sus candidatos, para muchos de sus votantes, absolutos desconocidos. Su campaña, improvisada y barata. Un grupo underground que de repente alcanza el éxito. Apenas un par de maquetas en el myspace, como los Artic Monkeys. Salvando las distancias, que diría aquella. Vox es más consecuencia que causa. Algo esperable. Un síntoma más de estos tiempos líquidos. Informarse a través del Whatsapp. Individualismos insostenibles. Vileza en los partidos políticos. Medios de comunicación privados al servicio del espectáculo y las audiencias.
Yo, que me tengo como hombre de izquierdas, templada izquierda, se ve, porque me han llamado equidistante, y hasta fascista, que creo en la gente, no en mi gente, digo en la gente, en toda; y respeto las decisiones, las respeto de una forma profunda, hasta irresponsable, temo que algún día demos un paso adelante y al querer recular, en nuestros talones, haya crecido un abismo. Militante socialista, como soy, como fui, quizá, desapasionado, ausente, esquivo con el compromiso y ajeno a la disciplina de los partidos, con carnet pero sin méritos, siempre queriendo dar el salto pero nunca dándolo del todo. Refugiándome aquí, en estas palabras, haciendo política torpemente en lo que uno escribe, pisando cada charco, alineándome con unos y con otros, porque cada tema merece su reflexión, y no hay partido que pueda representar la locura de estos tiempos, sólo parcelas, amplias eso sí; temeroso siempre por si otros se esfuerzan en pensar por mí, amigos o enemigos. Y sin embargo en permanente escucha. Como un lemur agarrado a un palo. Siempre seré un delegado que dimitió en su segundo día de mandato. Un delegado que probó la porción más pequeña que el poder le tenía preparada. La ilusión por el resultado y la incapacidad para gestionarla. La dureza de los tiempos, del no saber cómo hacer felices a todo el mundo. Cómo crecer con rectitud, como un girasol, y no enredado en política como en las raíces sangrientas de la higuera.
Encajar los insultos; encajar, más duro aún, las críticas bien construidas. Esas que te hacen replantearlo todo. Cuando leo algunas buenas piezas de los escritores de la derecha y pienso, joder, yo en este tema pienso así. Y todo se tambalea. Ojalá tener la convicción ciega del que no duda, ni retrocede, ni se preocupa. Del que vota porque hay que votar esto y no otra cosa porque de aquí para allá espera el enemigo. O veo el programa de Podemos y digo: quiero esto, literal. Y luego siento que quizá estoy en mitad de ninguna parte, y que ojalá muchos más estuviéramos en mitad de ninguna parte, pero fuéramos a votar sin el extraño corsé de las siglas. Dando a cada cual lo que merece. Dejándonos seducir por los delegados, sin hacer ruido, confiando en la gestión de un puñado de gente expuesta ahí para tratar de arreglar lo nuestro.
Andalucía está en un zanja. No es Vox el mayor de nuestros problemas. Hay un electorado descontento, sin un modelo de futuro, agraviado y solo. Los ricos votan a los ricos y los pobres ya no saben a quien votar. No es Susana el problema del PSOE, sino la incapacidad del partido para verlas venir. Es un mamut bramando en un pozo de brea. Un partido que ha perdido el pulso de la calle, con demasiadas prendas en su interior, esquilmado, exigido, un laberinto de favores, de puestos de salida, batallas en cada número de la lista. Se ha perdido el nosotros, vivimos en un yo interminable. Hay alternativas. Renacer. Reconstruir. Hablar con todos. Convertir a Vox en una anécdota dentro de cuatro años. No es echarse a la calle, es echarse a las urnas. Y defender con dignidad las siglas en el escaño y en los despachos. No volver a ser los torpes delegados, llenos de poder, pero vacíos de compromiso. Aprender. Escuchar. Volver. Aquí o entre lado. Con plumas o sin ellas. Idealismo o idiotez. Aún no sé qué es lo mío.
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