Correr
Llegué a la meta sin épica. Fue como entrar en el portal tras un día de trabajo. Correr es correr. Aquí sí tendría razón Vujadin Boskov. Me pusieron una medalla de las miles que allí tenían y busqué agua. No estaba ni demasiado cansado ni demasiado feliz. Ya había pasado por eso en las más de dos horas que había durado mi carrera. Había sentido tristeza, y una rabia tierna, y mucha nada. En el kilómetro 12 noté cómo se me encogían los muslos. Superado el dolor, encontré alegría a ratitos, mientras el mar se revolcaba como un perro sobre la arena y camisetas fluorescentes me adelantaban, al principio, o iba dejando atrás, ya casi al final. Choqué las manos de todos los niños que animaban estirando sus pequeñas palmas, saludando a los corredores. Recordé los años que pasé en Málaga. Pisoteé un auricular inalámbrico que alguien había perdido en el camino. Animé a un señor que se paró, de repente, delante de mí. Se tocó el muslo, pero ya venía renqueando. Crucé calles que apenas arañan ya mi memoria. Sentí un latigazo helado en la garganta. Apreté los dientes en Carreterías.
Mi media maratón arrancó a las 09:30 h. Me despedí pronto de los amigos que iban más rápido y comencé mi ruta solitaria. Uno está solo siempre que corre, creo que es lo que más me gusta de este deporte. He practicado fútbol, balonmano y boxeo. En el fútbol y el balonmano está el equipo. Es un peso enorme. El fallo es como una piedra que cae al estanque. La onda empieza en uno mismo pero se propaga hacia los rostros de los compañeros. Los aciertos, sin embargo, se diluyen en el colectivo. El fútbol es un deporte de charanga. Es ruidoso y duro. Recuerdo el balonmano más silencioso. El golpe romo de la pelota en las manos, la suelas rechinando en el parqué. Las gradas siempre huérfanas. Y el contacto continuo. Era pivote. Defendía mejor que atacaba. Tras los partidos, siempre me dolían los costados. El boxeo parece un deporte individual, como correr, pero es un trampantojo. El boxeo es un diálogo entre dos púgiles. Sobre la lona nunca estás solo. Tu ataque empieza en el ataque del rival. No puedes mirar hacia dentro. Si haces eso, te pegan. Es un deporte de dos. Una coreografía. No puedes aislarte, no puedes soñar. Cuando corro olvido que corro. Boxeando, cada segundo es propiedad del que te quiere golpear. Cuando corro, sólo estoy yo y un suelo inabarcable. La ciudad es como el fondo repetitivo de los dibujitos animados. Es diferente en el boxeo. El ring es una ciudad interminable. Recuerdo los rostros de los hombres que me alcanzaron con su derecha y el color de sus guantes y su indisimulable sonrisa cuando notaban la carne al otro lado del puño. Correr es vulgar y la meta un artificio.
Llevaba 114 canciones en el reproductor. De 114 artistas diferentes. Ocho horas de música. Reproducción aleatoria. Puse más dedicación en la banda sonora que en prepararme la carrera. Me quedan aún seis horas vírgenes en el cargador de esta pistola emocional. La guardaré para futuras carreras. Voces conocidas iban endulzando el trote. Apareció pronto David Bowie. ´Five Years´ me llevó a otra vida. A un patio veraniego en Fernán Núñez. A los amores que se rompen. Fugazi después. Un ´Waiting room´ que devolvió a mi paladar el sabor del Jägermeister. Los conciertos y el tercer tiempo con Gonzalo, buscando bares abiertos en ciudades desconocidas. Desalmados, sudados y felices. Clovis y ´Mundo´. Los vi en La Comuna. Se me mezclan los años. Me da miedo olvidar. No tanto no recordar qué pasó, sino qué sentí. Que todo lo que me conmovió se hunda en la cloaca de mi cerebro. Y luego, ya casi viendo la Alcazaba, me disparó el El Hijo, con ´Últimamente´, que dudé en meter porque era demasiada lenta. Temía embobarme o parar el ritmo. Pero al sonar me estalló como petazetas en el cerebro. Por Málaga, por las noches del Ibis, por esta estrofa: “Y si parezco asustado de vivir como canto en mi canción será por las veces que en el juego he salido perdedor”. Entré en la meta con ´Feel the pain´ de Dinosaur Jr. “Siento el dolor de todo el mundo. Entonces no siento nada”, dice la letra. Vi a gente desplomarse allí. Y antes, orillados, resoplando. Con los dorsales a media asta. Otros andaban y corrían a espasmos, negando su suerte y el fin de la carrera. Agarrados a una remontada que apenas chisporroteaba en su cabeza.
Viví cinco años en Málaga. Estuvo bien. Trabajé, amé y bebí Cartojal. Aprendí y huí a tiempo. Hice amigos, me equivoqué muchas veces, fui menos a la playa de lo que debía, porque ahora la echo de menos. Y la presencia del mar, que es como una enorme bombona de oxígeno en las tardes tristes. El recorrido de la media maratón pasaba por el C.A.R.E. José Estrada del Servicio Andaluz de Salud. Allí me mandó un médico cuando el dolor de mi rodilla derecha se me hizo insoportable. 2012 o por ahí. Me hicieron muchas pruebas. Una traumatóloga fue concluyente: “Tienes el menisco roto. Puedes operarte, aunque yo no lo haría. Simplemente cuídate, pierde algo de peso y el deporte mejor cosas sencillas. Bicicleta estática o andar”. No volví a jugar al fútbol, no me compré una bici estática, me dejé ir. Seguía doliendo. Mi dolor puso nombre a esta columna semanal. Correr nunca estuvo en mis planes.
Corro de noche. En Sevilla. Cuando los niños duermen. Cuando la casa nos da una tregua, y la luz es baja y los muñecos resuellan en una caja. Correr con luz en el domingo malagueño se me hizo extraño. Y tantos kilómetros. Temía el aburrimiento o desfallecer. Que todo dependa de uno mismo es aterrador. También en la vida, donde se nota aún más ese cansancio. El miedo a fracasar. Esa incómoda soledad compartida.
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