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Bueno va

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Antonio Agredano

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Hay tiempos felices, hay tiempos terribles y luego hay tiempos vaporosos y olvidados. Un puñado de instantes que nadie recupera, que se van imperceptibles como pelos por el desagüe tras el baño. Son aterradores todos esos días que ya no son nada. No temo equivocarme, temo dejarme ir. Perder el pulso de la cotidianidad. Es el abandono una gimnasia perversa. Constante y retorcida. Si al morir viera mi vida pasar como en una película, me dormiría a los veinte minutos, igual que me pasa ahora.

En el fútbol casi nunca pasa nada. Si el partido está excitado, hablamos de desorden táctico. Las oportunidades son casi una anomalía en el juego. Lo normal en este deporte es la calma y el gol rogado. De nuevo emparenta con la vida esta disciplina malvada. Lo habitual es la intrascendencia. Cero o ninguna final. Y un montón de jornadas en la inopia.

Desde que el Córdoba bajó a Segunda B, no de forma matemática pero sí en el corazón de sus seguidores, no he podido escribir nada. La derrota frente al Lugo rompió el latido como se parte un tenedor de plástico antes de hincar el diente a la tortilla. Hay pocas cosas más dolorosas que un descenso. Un padrasto en el alma. La Segunda B es el escaparate de una ortopedia.

Me estoy planteando muchas cosas estos días. Dejar ´Rotura de menisco´ es una de ellas. La boca me sabe a ceniza y en el tecleo noto plomo en las yemas de los dedos. He querido encontrar consuelo regalando mis biblioteca. He salido a correr por esta Sevilla que cada día siento más mía, aún sabiendo que nunca lo terminará siendo. Siento pudor cuando me expreso y necesito más la confesión y el silencio que este bullicio de letras. Sevilla es negra y dorada por las noches. Córdoba, plateada y azul marino. Málaga era violeta y roja.

Fernán Núñez, cobriza y blanca. En todos los sitios fui feliz. En todos los sitios perdí algo que ahora extraño. Me pregunto si la vida es un collar de ausencias.

Me abonaré al Córdoba en Segunda B. Iré cuando pueda al estadio. El fútbol será atropellado. “Bueno va”, decía mi abuelo Antonio. Mi hijo Mauro nació un 24 de enero, como él. En su “bueno va” había paz con el mundo. Un “las cosas irán bien”, una reconfortante idea del progreso. No era acomodamiento. Él siempre tiró hacia delante. Siempre trabajó por los suyos. Compró un piso en Parque Figueroa. Crió a sus tres hijos. Mi padre aprendió de él la constancia y ese blanquísimo entusiasmo por vivir, por el futuro. Una vez mi abuelo apareció por el pasillo empujando con el pie una sandía. Sólo para hacer reír a sus nietos. Tengo esa imagen de él ahora. La fruta rodando, su camiseta de tirantes calada. Un futbolista improvisado, ya canoso. Ese mismo verano su corazón se abrió como una flor al cielo. Yo tenía ocho años. Llevo su “bueno va” en la vena.

Hay tiempos felices, hay tiempos terribles y luego hay tiempos como alas de mariposa que, al roce, se marchitan. ¿Qué somos para el mundo? Nada. En esta nada también hay porterías inventadas. Palos con sudaderas amontonadas. He vuelto a jugar al fútbol. Cada vez que me pongo los guantes pierdo treinta años. Me acuerdo de la doctora que me dijo que jamás volvería a jugar al fútbol, pero que “había otros deportes más tranquilos”. Pienso en el deporte de sentir tristeza. Candidato a medalla hoy. Echo la culpa al calor y a este descenso. “Bueno va”, pienso. Pensando en la felicidad futura. Buscando consuelo en lo que aún no ha ocurrido. En el temblor frágil del mañana.

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