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Balcones

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Antonio Agredano

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Nada temo menos que una urna. Cuando he votado, lo he hecho con pasión y convencimiento. Si el hastío o la duda me asaltaban en aquellos domingos, me quedaba en casa siguiendo las elecciones por televisión, como quien ve un Numancia-Albacete, con el sobre virgen en el mueble de la entradita. La política también es fe y la papeleta hace las veces de venda para los ojos, pero creo en las mayorías como creo en el pan con Nocilla: un placer poco saludable. Pero un placer al fin y al cabo. Nada tan retrógrado como aquellos que se autoproclaman líderes de la nueva política. Desconfío de los salvadores como desconfío de los camareros simpáticos. Esto siempre ha sido así, una comedieta sobreactuada. Traiciones, cuatro voces en un despacho, y la soledad del que cae en desgracia. Abrazos que se quedan en el camino. Una fingida gratitud. Y luego, pequeñas hazañas, apenas perceptibles en el Boletín Oficial. Leyes sensatas. Mejoras casi transparentes. Nuestro blando progreso.

Me da ternura Pedro Sánchez agazapado tras Carmen Calvo. Ya perdido, sin apoyos, en escandalosa minoría, intentando sacar adelante unos presupuestos como quien entrega un examen apenas garabateado. La ilusión del aprobado inmerecido, de las mejores cosas que viví en la Facultad. Mientras, sus rivales políticos, oliendo la sangre, giran en torno al náufrago, reservando con deleite su dentellada.

La España de los balcones. Me parece un buen término. Nada más humano que convertir la vulgaridad en algo distinguido. Cientos de miles de banderas lucidas con orgullo. Detrás de cada tela, detrás de cada baranda, yo veo, también, una hipoteca a treinta años. Una familia que se agita entre las paredes. Sus alegrías, sus tristezas, sus convicciones y sus anhelos. Una familia como todas las familias. Está bien así, que cada cual enseñe al mundo lo que le plazca. En un balcón de Ciudad Jardín asoma una muñeca hinchable. En esa misma calle, se descolora al sol una bicicleta que ya jamás montará un niño. En esa misma calle, macetas con ramas secas. Y un Papa Noel abandonado. Y un viejo que fuma. Y un cristal roto de un balonazo. Y una escoba solitaria. Y una Erasmus con una lata de Steinburg. Y un yorkshire que ladra a todo el que pasa. En el piso de al lado unas bragas color carne tendidas allí, solas, como secándose tras un inesperado aguacero íntimo. La España de los balcones.

Me gusta ser español. Sobre todo los años pares, cuando Eurocopas o Mundiales llenan nuestros veranos de frustración. Soy más español cuando perdemos, porque en el disgusto uno se abraza a cualquier cosa. Nací aquí como pude nacer allá. Y en este azar de la existencia encuentro un retorcido gusto. Tenemos una bonita bandera. El azul es demasiado ampuloso. El negro, del todo inapropiado para un símbolo. Los blancos se ensucian pronto. Y luego tenemos esa franja ancha en amarillo, el color de la alegría según ´El Monstruo de Colores´, mi nuevo libro de cabecera, que leo y releo a Fidel, aunque odie su mimimi cromático. Gualda, en realidad, ese amarillo grave, señorial, trascendente. No chillón, más bien circunspecto, reflexivo, obcecado. Ese amarillo apagado, como en un vahído. Ese amarillo tan español. El de las oportunidades perdidas. El del cansancio. Un amarillo turbio y extrañamente esperanzador. Ay los nacionalismos, tan suyos, tan folclóricos, tan ficticios y encantadores. Lo mismo es el que ondea en la plaza de Colón en Madrid que este andalucismo bullanguero y progresista, por cierto, que no despegó en las recientes andaluzas. Decir que somos lo que pisamos no me seduce. Prefiero decir: soy lo que quiero pisar.

Mi patria es el Parque Figueroa. Hay en los barrios una tragedia mundana, un temple, una mudanza perpetua. En los barrios está todo. Las mociones de censura en la asociación de vecinos, las fake news de las señoras con batita de boatiné, las traiciones, los desafíos soberanistas, la despoblación. Ya escribiré sobre ello más adelante. En este mismo periódico. Porque he sido padre de nuevo y con un puñado de artículos más al año pagaré bien los pañales. Que mis palabras sirvan, en última instancia, para frenar los hilillos de mierda de mis niños. Cómo tomarme en serio a mí mismo ahora, sentado frente al ordenador. A un escritor se le puede perdonar todo menos la cursilería. No decir lo que queremos decir, sino lo que la gente quiere escuchar. Desnaturalizar el aullido. Convertir el grito en silbidito dulzón. La política se está volviendo cursi. Un poco amanerada. Exagerada y hueca. Quiero creer que sólo delante de los micrófonos, que por dentro las puñaladas son tan socarronas como han sido siempre.

Me da miedo la gente que se cree más importante de lo que es. Por eso confío en las mayorías. Por eso creo que Pedro Sánchez debería haber convocado elecciones hace ya algunos meses. Nada temo menos que a una urna. España es un país fascinante. No son buenos tiempos, pero tampoco malos tiempos. En esta indefinición, como en lodo, nos hundimos. La tiranía del dramita. Del dolorcito de cada uno. Las urnas nos igualan, y es como un baño terapéutico en agua helada. No somos más listos que los demás, aunque es tentadora la idea de creerse por encima de la media. Como cuando nos medíamos entre amigos las pelonas pollas en los baños del Colegio Mediterráneo, con una descorazonadora conclusión: eran muy parecidas unas a otras.

Pedro Sánchez ha convertido el PSOE en un gimnasio de crossfit. Huele a sudor y a sufrimiento. Gana el que resiste. El que se mantiene en pie tras el esfuerzo. Es una idea de la política que me espanta. No hay que confundir la entereza con la terquedad. Vienen elecciones. Vienen urnas. Muchas urnas. Urnas para casi todo. Nuestro futuro está ahí, aunque a veces es difícil verlo. Salga lo que salga, estará bien. Porque será lo que somos. Con nuestra oscuridad y nuestros miedos. Lo llaman democracia, aunque cuando empiezan los datos del escrutinio, algunos la llamen “sus muertos”.

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