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Aun así

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Antonio Agredano

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Nuestro interior es oscuro y viscoso. Si hay alma, vive constreñida entre vísceras, líquidos pegajosos y huesos. “El problema de la sociedad occidental es que nos cuesta mucho parar y conectar con nuestro interior”, dice la psiquiatra Marian Rojas en una entrevista en El Mundo. Su libro, ´Cómo hacer que te pasen cosas buenas´, es el más vendido en España en 2019. “Somos una sociedad que ha perdido el sentido de la vida. Lo hemos sustituido por otras cosas: sensaciones, redes sociales, pantallas, pornografía, alcohol...”, dice. Y luego habla sobre el amor como una catequista. El nuevo puritanismo será meditabundo, cursi y orientalmorfo, o no será.

Mi felicidad está lejos de la apnea espiritual. Mi felicidad es ruidosa, caótica e inesperada. Fidel bailando ´Felices los 4´ moviendo el dodotis, Mauro tratando de decir ´ajo´, María gritando desde la ducha que se ha apagado el termo, mi madre haciéndome una videollamada por whatsapp y el horno calentándose para meter una pizza. Todo a la vez, en esa explosión doméstica que son nuestras noches. Y nuestras vidas. Esta supervivencia gozosa y llena de errores y caprichos y urgencias y ternura, que es el cemento de los días.

También hay felicidad en la primera cerveza del viernes y hay una felicidad, nada trascendental, en gritar gol en una grada. Vivimos tiempos oscuros, de eso no hay duda. No sé si tan oscuros como siempre. No sé si la oscuridad es connatural a nuestra propia existencia. Si este saco de pasión, miedo y hambre alumbró Moby Dick y Puerto Hurraco, Mandela y Trump, The Beatles y Leticia Sabater, como obras indivisibles, extremos del mismo cordel que la vida lleva atada en un dedo: para no olvidar lo que fuimos, lo que somos y lo que podemos llegar a ser.

Estoy cansado de que me regañen. Todos estos libros explicando qué hacer con nuestras vidas, ordenando nuestros cajones y nuestros deseos, en búsqueda eterna de un yo profundo que, averigua, traerá la paz y dará sentido a las cosas. ¿Cuántas palabras japonesas más hacen falta para llegar a la conclusión de que la felicidad de los cuarentones blancos aburguesados es pequeña y está atomizada en pequeños terruños como un archipiélago paradisíaco en mitad de un océano hostil y cargado de tornados? ¿Cuántos libros necesitamos para llegar a la conclusión de que somos seres concupiscentes y torpes, entusiastas malabaristas, impredecibles peones, tiernos aspirantes a todo? ¿Qué es el mindfulness sino la capacidad de poder disfrutar de una copa de vino y un poco de queso mientras la lavadora centrifuga en la cocina y un familiar nuestro convive con la enfermedad y la cuenta del banco es un esqueleto de tres cifras y el váter no traga y hay un vecino que escucha a Scorpions tan alto que los tabiques tiemblan cuando entra el bajo?

Comerse medio paquete de oreos y sacar las entradas para ir al cine y poner los pies en alto al llegar a casa. Mira tú qué espiritual y liviana es la existencia del que no tiene demasiado de lo que preocuparse. “El poder de la mente es brutal”, dice Marian Rojas. Y tanto. Hay personas que creen que el alma es capaz de sanar. Que con diez minutos de silencio y contorsionismo sobre una esterilla en el salón de casa podemos ordenar nuestras vivencias y aliviar nuestras inquietudes. El poder de la mente. Cuántas palabras para este engaño metafísico y pijo clasemediachesco. Esta creencia en todo lo que no puede tocarse. Esta religiosidad convertida en superchería cómicamente budista. No siempre podemos ser lo que queremos ser. Somos un potaje de genes y una educación a duras penas y un poco de amor y luego sal y hostias a espuertas. No pierdo el tiempo, lo malgasto con gusto. ¿En qué momento la superioridad moral se convirtió en un negocio tan rentable?

¿No os aburren todos estos gurús que en cómodos sillones os explican qué mierdas hacer con vuestras sofocantes e irrenunciables rutinas? ¿Quién me lleva a Fidel a la guardería, me prepara el almuerzo, me arregla la persiana, me escribe los roturasdemenisco, me barre el pasillo, me paga las tostadas, me cambia el dodotis de Mauro, me aligera la cola de espera del pediatra, corre por mí por las noches, me lava las sábanas recién vomitadas, me paga los libros que quiero leer...? ¿Cuántos mecagoenmiputavida que digo mientras voy en bicicleta al trabajo esquivando a señoras erráticas con bolsas de las compra pueden ser sustituidos por mialmaestáenpazconelmundo gracias a uno de esos libros? Por comprármelo, digo.

En el campo, chicharras. En la ciudad, el claxon de los autobuses. En casa, un niño que se cae. La vida. Tan ruidosa, imperfecta. Obscenamente humana. Yo también disfruto del arrullo del mar desde la orilla solitaria. Yo también disfruto de un haiku. “Este mundo es sólo rocío, sólo rocío… aun así… aun así…”, que escribió Kobayashi Issa. Somos una gota de lluvia que tiembla en la palma de la mano de un niño. Y aún así, nos aferramos a la existencia, con imperfección y orgullo. Mundanos y excesivos. Sin más interior que unas vísceras que luego serán ceniza y mañana recuerdo y a los años, ni eso.

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