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A la contra

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Antonio Agredano

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Dicen los entendidos que jugar a la contra es propio de equipos pequeños. Que esperar agazapado y abalanzarse cuando el talento del rival regala un hueco es propio de entrenadores mezquinos. Dicen los elegantes que al fútbol se viene recién duchado y de domingo, que es un deporte donde la victoria es parte del éxito, pero no el éxito. Como llamar flamenquín a algo que parece un flamenquín pero que por dentro tiene pollo. El fútbol debe estar relleno de verdad, de apuesta irresponsable y de belleza. El resto es corteza quemada. Que los equipos deben tener un compromiso con el juego. Asociarse con dignidad. Buscar el gol por la vía virtuosa y no por la pragmática. Que el fútbol es mucho más que una tensa espera, un contraataque en el noventa, un rebote en un córner, un balón colgado al área como una piñata destripada a palos.

La vida, que es un remedo del fútbol, está llena de unos a ceros inesperados. El que arriesga, a veces pierde, y el que no merece nada, termina mordiendo el asa de un trofeo. Por eso merecer es un verbo tan incómodo cuando el blanquinegro rueda. La pelona, ese balón eterno y presente, la diosa de la incertidumbre, tan cruel y caprichosa, que nunca regala nada. Ay, la pelona, cuántas veces traspasó lastimosa la cal, cuántas veces fue ignorada en la tángana, cuántas veces besó el metal, vació las gradas, guardó en un puño los corazones.

También en el día a día, ir a la contra facilita el juego. Criticar lo que otros hacen se ha convertido en un arte paradójicamente refinado. En un planteamiento bilardista, sin fisuras. La oposición como estado de ánimo. Cuestionarlo todo, esperar paciente el error ajeno, salir en tromba buscando el costado desprotegido de un rival que morirá queriendo jugar. Peñistas del decoro, poetas incomprendidos, políticos ociosos, señores en la sala de espera, señoras leyendo el periódico en la barra de un bar. Todo está sometido al más sencillo de los juicios: el que se hace cuando uno nunca tiene nada que perder en él.

En el Córdoba han anidado la desilusión y el miedo. Los que criticamos ya nos hemos cansado de criticar, pero es que los que animan están sintiendo ya idéntico desánimo en sus palmas y en sus gargantas. No hay nada peor en el fútbol que esta ceniza. Ver que el equipo no remonta, que no sale del gris, que tras el túnel hay más túnel. No hay resurrecciones, ni pequeños milagros, sólo un camino turbio, y un futuro que nadie quiere mentar pero que todo el mundo tiene en su cabeza.

Curro Torres resume nuestra frustración y este blando estado de cosas. En cada rueda de prensa se aferra a lo poco salvable que hubo, como si quiero hacer la media maratón, me retiro a los dos kilómetros y digo “pero al menos me até las zapatillas”. Ya no sabe uno qué pensar. Si es desleal glosar el fracaso o si alentar al equipo con vendas en los ojos podría servir para revertir una terrible temporada. ¿Qué debe ser el cordobesismo? ¿Una masa crítica, exigente y al acecho o un puñado de irreductibles que jalean a su equipo tras cada gol encajado? ¿A qué jugamos? ¿Con paciencia y balón o a la contra?

El presidente lo tiene claro: criticar es ir contra los intereses del equipo. Algunos aficionados le dan la razón. Se organizan bienvenidas a los futbolistas, entradas baratas, viajes y recursos habituales de espoleo de la afición. Donde el fútbol no llega, llegan las estrategias presidenciales. Mantener a Curro Torres en el puesto sólo tiene una explicación: no hay sustituto posible. “Creo en las matemáticas”, decía el lema de abonos. No hace falta sacar la calculadora. El entrenador ya no tiene la excusa, entendible, de contar con una plantilla desafecta. Los nuevos fichajes no garantizan aún buenos resultados. El tiempo avanza terrible sobre El Arcángel.

Me encomiendo a la pelona. Que entre la condenada. Que hilemos un par de victorias, que todo adquiera un tibio sentido. Es insoportable este dolor dominical, esta sensación de abandono y vacío. No quiero que el equipo juegue bonito, no quiero que el equipo se luzca ante un rival mejor, no quiero treinta pases ante de un gozoso remate. Sólo quiero ganar. Ganar brutalmente. Ganar sin merecimiento, a la contra, mientras atienden a un rival en la banda, con el portero rival cegado por el sol, con un fallo del linier. Ganar. A la contra. Renunciando a la seducción de un deporte que a veces fue hermoso.

Intentaré contener la respiración. No decir todo lo que pienso. Intentaré no ir contra lo que me duele. No aún, con el balón en juego, y la esperanza lejana y sucia. Pero la esperanza. Sólo tengo ganas de abrazar al desconocido de al lado. Repoblar las gradas. El escalofrío del estadio, a lo lejos, tan gris y nuestro. Contenedor de llantos. Refugio. Ya sólo tengo ganas de celebrar lo inesperado.

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