El crucifijo
Decía Churchill (citar a este político inglés en Twitter está penado con una lluvia de unfollows) que “a democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando”, y no le faltaba razón. Quizás de todas las democracias, la menos mala es la francesa. Está ahí, al otro lado de los Pirineos, tan cerca y a la vez tan lejos de España.
Pese a que nos separan unas montañitas y tenemos siglos de historia común, Francia resolvió hace más de un siglo una cuestión que hoy en España parece que sigue siendo un enorme problema: la laicidad del Estado. En 1931, cuando se declaró la II República, España se convirtió en un estado laico sin religión oficial. Quizás se fue demasiado rápido. Se pasó de 0 a 100 en tan solo diez segundos. Y pasó lo que pasó. A día de hoy, España no es un país laico, sino aconfesional. Aunque a veces parezca lo contrario.
En Francia, el votante o político más conservador (pongamos un gaullista convencido) se echaría las manos a la cabeza si entrase en el despacho de un alcalde, un ministro o un presidente de la Diputación y se topase con un crucifijo. En España, hay un sector de la sociedad que se echa las manos a la cabeza si es un alcalde el que decide que el despacho del responsable público de una ciudad no es el mejor sitio para la presencia de un crucifijo.
No es que yo, como periodista, haya entrado muchas veces al despacho de la Alcaldía del Ayuntamiento de Córdoba. Pero las veces que lo hice, la verdad, ni me di cuenta de que allí, en una vitrina, había un crucifijo de marfil. Tampoco considero que los cuadros del vestíbulo en el que los periodistas pasamos horas haciendo guardia sean especialmente religiosos. Uno es una adoración a los reyes magos, otro un San Rafael y el tercero, sinceramente, ni lo recuerdo. De hecho, dudo que esos cuadros vayan a ser retirados por el equipo de gobierno. Pero sí que me llamó, y mucho, la atención el día de la toma de posesión del presidente de la Diputación, cuando prometió su cargo poniendo su mano ante una enorme Constitución depositada sobre una mesa en la que, sorpresa, había un enorme crucifijo. No es una excepción: a día de hoy los ministros prometen o juran sus cargos ante el Rey y también ante un crucifijo bastante notable.
En España, en el año 2015, la cuestión religiosa sigue siendo un problema. La retirada de un crucifijo del despacho de un alcalde sigue siendo algo que “molesta” a un sector de la sociedad. Y no debería molestar. La religión, bien entendida, es algo íntimo, privado y propio. Las creencias nunca deben ser impuestas y, desde luego, no debe molestar el que en un espacio público, de todos, no haya algo que represente solo a una parte, y que esa parte quiera que siga representando a todos. Francia, tan cerca y tan lejos.
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