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Alberto

Alfonso Alba

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Cuando conocí a Alberto no lo vi, sino que lo oí. La gravedad de su voz se elevaba en el centro de una multitud que se había concentrado en el Bulevar del Gran Capitán tras la muerte de Julio Anguita Parrado. Su discurso era feroz, contundente, comprometido. Me sorprendió. No me gustó. Imagino que estaba acostumbrado a discursos más encorsetados, más políticamente correctos, cómodos, simples y perfectamente olvidables. Luego escuchamos a Julio Anguita padre en la radio y su “malditas sean las guerras y los canallas que las apoyan”. Ahí me di cuenta de lo que equivocado que yo estaba.

Ese día, empecé a conocer a Alberto.

Alberto se murió el sábado y aún no me lo creo. Se le rompió el corazón y eso que lo tenía bien grande. Entendía el compañerismo en la profesión como pocos. Y eso le causaba muchos problemas porque lo que más le jodía en la vida era la injusticia, y más en el trabajo. No lo tuvo fácil, pero tampoco se lo puso fácil nunca a ningún jefe. Hacía de su mesa y de su trabajo una trinchera, como un buen periodista que sabe que los jefes intentan frenar las mejores historias, que son las incómodas para el poder: el económico y el político, por este orden.

Alberto era el periodista del compromiso, como retrató Manuel J. Albert en su obituario del sábado. El hueco que deja como periodista social es inmenso. Nadie hacía lo que él. Nadie cargaba con su cámara en un día de descanso y se plantaba en Madrid para cubrir las Marchas de la Dignidad. Nadie se pasaba media noche despierto montando vídeos como el del comedor de Rey Heredia o de los desahuciados. Uno de ellos llegó a ser la portada de El País en digital. Alucinado, se lo dije en cuanto me lo encontré cubriendo una manifestación. Se limitó a encogerse de hombros. No le importaba que el vídeo fuese suyo (huía de las fotos y de salir en cámara como de la peste) sino que la historia se conociera.

Pero era mucho más. Era un buen periodista y llevaba el oficio en la sangre como los mejores. Le picaba el gusanillo y siempre quería ser el primero en contar una historia. Y era muy incómodo para el poder. Mucho. En las ruedas de prensa, donde casi ninguno preguntamos ya, Alberto se crecía y apretaba al que estaba al otro lado del micrófono. “El puñetero Alberto”, como lo definió mejor que nadie José Antonio Luque.

El puñetero Alberto se ha ido. Y si hay algo que me duele casi tanto como su muerte es que se haya marchado sin escribir el libro de Cajasur que todos esperábamos. Y esto hay que decirlo bien fuerte: fue el único que levantó su voz cuando todos callaban.

El único.

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