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Espero que esta columna no me cueste la cárcel...

Prisión de Córdoba.

Manuel J. Albert

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Esta semana decidí abandonar las redes sociales. Era algo a lo que que llevaba dándole vueltas un tiempo y al fin di el paso. A mis colegas les comenté que, de alguna forma, había decidido volver a 2008, último año en el que viví sin Facebook, Twitter o -este grupo llegaría bastante más tarde- Instagram. Una fecha más de un lustro anterior a la reforma del Código Penal de 2015 por el que a uno le pueden sentar en el banquillo por un tuit ofensivo, un rap de mal gusto o un chiste malo que moleste seriamente a alguien.

La clausura de mis perfiles sociales coincide con una semana cuestionable para la libertad de expresión. Un libro secuestrado, Fariña, -como en los mejores tiempos del franquismo- un cantante condenado a tres años por enaltecimiento del terrorismo al escribir barrabasadas; y una instalación retirada de ARCO por identificar a los presos preventivos independentistas catalanes como detenidos políticos.

No me he apartado de nuestro mundo paralelo virtual por miedo a que algo que pueda teclear me pueda causar problemas. Quienes me conocen saben que a veces cojeo de un humor negro no siempre compartido y heredero, en parte, de escribir con cierta regularidad sobre sucesos luctuosos y sus derivadas en los tribunales. Pero desde hace muchos años me cuido de destilar vitriolo solo cara a cara, ante una selecta audiencia y bien bajito. Mirando siempre a quién tengo detrás por si las moscas. No creo que nada de lo que diga merezca la cárcel pero nunca se sabe.

Los nuevos viejos tiempos que vivimos se apoyan, por un lado, en la reforma del Código Penal. La remozada normativa aprobada hace tres años no varía las reglas del juego pero si sus contraprestaciones. El delito de odio ya existía pero las condenas se han endurecido lo suficiente para pasar el mismo tiempo a la sombra por escribir una estupidez (o varias) que por robo con fuerza. Y el enaltecimiento del terrorismo, diseñado en el corpus legal para atacar la base social de ETA, se ha terminado desarrollando cuando ETA ha desaparecido. Ya lo avisaron hace años varios juristas vascos. En aras de luchar contra el terrorismo, el Estado se había dotado de unas herramientas que podrían terminar dando dolores de cabeza al conjunto de la ciudadanía.

Pero tampoco nos engañemos. Las decisiones de los jueces y sus interpretaciones de la ley son también reflejo de una sociedad cada vez más puritana y temerosa. Una población que desde hace años se ha entregado tanto a la autocensura como al castigo colectivo al margen de las leyes. Hay mil ejemplos de cómo una parida mal tuiteada o mal contextualizada ha echado por tierra carreras profesionales enteras de sus ilusos autores. Pero recuerdo la que para mí fue una de las primeras: la del director de cine Nacho Vigalondo, contratado en 2011 para promocionar al diario El País y despedido por una serie de chistes de barra de bar sobre el holocausto, publicados en su Twitter.

El periódico, que buscaba y busca ser un foro de debate plural en el que plantear cuestiones como los límites de la libertad de expresión, fue expeditivo: despido al canto. Vigalondo nunca ha sido completamente vetado de las páginas del diario pero el aviso a navegantes ya estaba lanzado incluso antes del Código Penal: no hay que pasarse; pensároslo dos veces; no desentonéis; no molestéis; no alteréis; no ironicéis; no exageréis. No...

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