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Había una vez… ¡un circo!

Mar Rodríguez Vacas

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Pues sí. Definitivamente, y a pesar de que tenía un examen en menos de 72 horas, me lié la manta a la cabeza y nos fuimos al circo. Decisión que estaba de antemano más que tomada pero que había que consensuar con el resto de participantes en la aventura. Y digo más que tomada porque mi hijo, desde que vio los carteles adosados a las farolas y semáforos de nuestra Córdoba no dejaba de repetirme: “Mamá, yo quiero ir a ver a los Cantajuegos...”. Cualquiera le fallaba.

El pobre se acordaba de esos carteles desde el año pasado, cuando era un pizco de año y medio que apenas sabía hablar. Los veía por la calle y se volvía loco. Le prometí que lo llevaría pero la ausencia de abuelos por vacaciones, los horarios laborales de su padre en feria, mi enorme barriga de ocho meses y los consejos de una amiga hicieron que al final la visita al circo se quedase en agua de borrajas. Así que llegó el 'trauma'. Cada vez que veía cualquier cartel se acordaba de su intento fallido de ver a sus ídolos en directo.

Así las cosas, pasó un año (madre mía cómo pasa el tiempo de rápido) y las farolas y semáforos se forraron de nuevo con los carteles del circo. Y mi chiquitín se volvió a emocionar. Esta vez tenía que ser que sí. Me daba igual que el año pasado me hubiesen dicho que no merecía la pena. Lo comprobaríamos por nosotros mismos porque, si no, mi hijo nunca me lo perdonaría.

Nos juntamos un grupillo considerable entre niños y adultos y allá que fuimos: a ver si el circo nos alegraba el corazón y llenaba de ilusión, alegría y buen humor (¿No dice así la canción?). Me llevé también al chico. Loca pensé que estaba aunque, al final, fue una gran decisión.

Cuando entramos todo estaba oscuro. Algunos focos que iluminaban el techo le daban a la escena un toque de misterio. La cara de mi hijo mayor era un auténtico poema. La gente comenzó a cantar aquello de “Que empiece ya, que el público de va”, lo que animó el ambiente justo antes de que el espectáculo empezara, por fin. La voz grave del presentador y su fuerte tono hicieron llorar a varios niños, que no se esperaban que todo comenzase así, entre tinieblas. Ellos echaban de menos la luz, el color y la alegría de los cantajuegos que ven a diario en sus televisiones. Sin embargo, pero para eso, aún había que esperar un poco.

Boquiabierta me quedé cuando, tras sorprendernos con un tigre, nos presentan a dos chicas que salen a animar al personal en tanga y ropas de cuero. Pensé que nos habíamos equivocado de sala. Aquello parecía más bien un espectáculo de adultos que otra cosa. Pero no, de vez en cuando, un payaso nos demostraba que estábamos en el lugar correcto. Lo de los tangas se hizo norma común (será cosa del circo). No le di importancia. Mi hijo tampoco preguntó nada al respecto.

Tras más de una hora de circo, por fin nos anunciaron la llegada de los Cantajuegos, momento en el que todos nos pusimos de pie y comenzamos a cantar y bailar... las cuatro canciones con las que nos deleitaron. Fijáos si fue breve el asunto que, al día siguiente, la abuela le preguntó a mi hijo que si le había gustado y él solito respondió: “Sí, pero cantaron poco”. El espectáculo prosiguió pero los niños ya estaban cansados. Sin duda, el que mejor se lo estaba pasando era mi ‘peque’, que flipaba con las luces y hacía palmas como un loco cuando la gente aplaudía. No perdía detalle de nada. Mientras, los mayores (por decir algo, porque ninguno llegaba a los tres años) no paraban de moverse, así que decidimos abandonar el lugar antes de que se terminase siguiendo la máxima “En la vida es mejor quedarse cinco minutos antes que cinco minutos después” (esta es una frase que yo repito mucho).

¿Qué si fue buena idea ir al circo? Pues sí. Porque, aunque no fue el espectáculo que los adultos y los niños esperábamos, lo pasamos bien. Y porque hicimos algo diferente. Los pequeños vieron animales y cantaron sus canciones favoritas, aunque menos tiempo del esperado. El balance fue positivo pero, a no ser que me lo pidan con muchísima vehemencia, creo que no volveremos hasta que sean un poco más mayorcitos, lo justo como para que no lloren cuando el presentador coja el turno de palabra.

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