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El retorno del chupe

Mar Rodríguez Vacas

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Que mis hijos son especiales ya lo he manifestado en numerosas ocasiones a través de este blog. No es nada nuevo. Especiales porque son lo más maravilloso que me ha regalado la vida y especiales porque, a veces, me pregunto de qué planeta proceden por sus gustos, sus preferencias, sus manías y sus comportamientos. A la vez que me hacen la mamá más feliz del mundo, despiertan en mí un sentimiento histérico cuando chillan (algo muy habitual en estos días), lloran sin motivo o se aferran a mi pierna como si fuera lo último que van a tocar en su vida.

El ‘quejío’ lastimero del chico, tipo “jah jah jaaaaaah” que no llega a ser llanto ni protesta, sino una reivindicación de cualquier índole que se le antoje a cada momento, me tiene hasta la punta de la coronilla porque no sé qué quiere. Cuando se pone así todo le viene mal. Me pide que lo coja y, cuando lo hago, empieza a revolverse cual culebrilla para que lo suelte en el suelo. Y cuando está en el mismo, vuelta a empezar. Mi madre lo arreglaría con un poco de Apiretal, a la razón de “a este niño le duele lo que sea”. Sin embargo, yo creo que es aburrimiento puro y duro. El cómo remediarlo es lo que me tiene sin ideas. No le valen los juguetes ni los paseos. Sólo lo divierte el peligro, es decir, tocar enchufes, darle al botón de la lavadora, revolver en la basura, abrir puertas y cajones y tirar los móviles de los adultos o el mando a distancia con la mayor fuerza y lo más lejos posible. ¡Ah! Que no os lo había dicho... Mi hijo pequeño es campeón mundial de lanzamiento de objetos. Tiene un vicio que ni os imagináis. Su especialidad, como os he comentado hace un momento: el mando, los móviles, los juguetes de pequeño tamaño, el chupe... Sí, el chupe.

Los que nos conocéis, os extrañaréis porque nunca habéis visto al pequeño con chupe. Y tenéis razón. Nunca lo ha querido. Al principio pensaba que le iba a pasar como a su hermano, que lo aceptaría cuando abandonase la lactancia. Pero llegó el momento y no hubo forma. Sin embargo, a pesar de que nunca lo uso para nada, no salgo de casa sin uno. Sirve para distraerlo cuando se pone pesado. Se lo doy y él lo muerde. ¿Habéis escuchado alguna vez aquello de ‘más simple que el mecanismo de un chupe’? Pues mi hijo hasta estos días no ha descubierto esa simpleza. Hasta el fin de semana pasado, jugueteaba con él y cuando se cansaba (no le duraba demasiado) lo tiraba donde cayese al grito de “¡tatum!”, palabro que repite constantemente y a saber qué significado tendrá.

El caso es que el pasado viernes, tontillo como estaba y en mi desesperación, se lo di. Para mi sorpresa lo aceptó y al poco comenzó a chuparlo. Lo sostuvo un rato y luego, tras jugar, como siempre, se deshizo de él. La noche siguiente no había manera de dormirlo así que probé con el chupe. Y no sólo lo aceptó, sino que cuando se le caía ¡lo buscaba con desasosiego! Al final cayó sin el objeto de marras, después de tenerlo durante casi una hora. Creo que, aunque lo quería, lo ponía más nervioso que otra cosa, supongo que por el poco uso que le ha dado.

Desde entonces no se lo hemos vuelto a dar. Estoy entre dos aguas: aguantar sin chupe para siempre o probar y dárselo, a sabiendas de que, en pocos meses, vamos a tener que empezar a quitárselo. ¡No sé qué hacer! El chupe es tan buen aliado por las noches... (que siguen siendo malas, por cierto). Todos los bebés que veo llevan su chupe adosado desde pequeñines. Para mí, siempre ha sido inevitable pensar: “Y los míos, ¿por qué no?”. A lo mejor es tarde para empezar con el chupeteo o, quizás, es la solución a nuestros males nocturnos.

Lo seguiremos meditando. Mientras, acepto consejos que me saquen de dudas.

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