Hay personas que se afanan en seguir construyendo en el desierto; en seguir navegando en un río seco; en seguir esperando que suene el timbre a sabiendas de que no tienen ni su dirección. El fin no lo digieren.
Mientras Fernando I de Aragón, regente de Castilla durante la minoría de edad de su sobrino, el rey Juan II, (padre de Isabel la Católica) asediaba el sitio de Antequera para expulsar a los nazaries en el verano de 1.410, a muchos miles de kilómetros, en un país que ni siquiera sospechábamos, en unas tierras que ni intuíamos, paseaba por la orilla de un lago de aguas verdes otro hombre, también con alma inquieta y combativa como la del regente.
El lago se llamaba Thuy Luc, en castellano “lago de agua verde” y el hombre de la orilla, poseído por el mismo espíritu rebelde, Le Loi. Su país, Vietnam, estaba también y al mismo tiempo invadido por otros vecinos, en este caso por los chinos de la dinastía Ming y él no paraba de pensar en cómo combatir para expulsarlos.
En Antequera el regente encontró el modo contra los nazaries. La batalla de “los cuernos”, así se llama desde entonces. Se entretuvo en quemar a diestro y siniestro cuernos, pellejos y restos fumígenos de animales, causando un humo tan denso, que las filas árabes cayeron desorientadas. Y fin.
Cuando Le Loi, mucho más espiritual que Fernando I, pensaba en un sistema con menos humo contra los chinos, de repente emergió del lago una enorme tortuga de caparazón dorado que le entregó una espada mágica y le dijo, “cuando termines de defender el reino contra los invasores y obtengas la victoria, debes devolvérmela”. Le Loi levantó al pueblo en armas y combatió durante diez años con aquella espada maravillosa con tanta fuerza y eficacia, que consiguió expulsar a los chinos.
Luego, con el subidón, se autoproclamó emperador. Un día el emperador paseaba por la orilla de aquel lago verde cuando de nuevo apareció la tortuga que, airada, le reclamó la espada. Al dársela, se la tragó y nunca más fue vista. Ni la espada, ni la tortuga. Desde entonces el lago se llama Hoan Kiem, que significa “El lago de la espada restituida”. Me contaron otras versiones del final, pero me gustó mucho más esta, porque tiene mucho que ver con la idea de saber poner fin a las cosas, de no caer en actitudes triunfalistas o egocéntricas, en no atrincherarse en la negación de la realidad o, sencillamente, en pretender retener lo que sabes que ya no es tuyo.
Saber poner fin no es renunciar, ni dejar de luchar, ni caer tampoco en falsos triunfalismos. No es debilidad, sino fortaleza, es comprender que, si algo terminó, tienes que asumir, trascender, desprenderte y seguir. Fin es fin, aquí o en Pekín.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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