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Sigan, sigan

Luis Medina

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Como norma general, la muerte es la única tregua para el cainismo que como constante subyace en el escenario de la popularidad. La muerte propicia medallas póstumas, homenajes unánimes, adjetivos grandilocuentes. Días de luto oficiales, competiciones deportivas suspendidas... cualquier atisbo de normalidad es sospechoso de faltar al respeto o atizar el dolor de los allegados. Los rostros circunspectos de los no afectados forman parte del traje oscuro con que vestimos la consciencia de lo que tarde o temprano nos toca de cerca. Igual que las esquelas informan las paredes de muchos países centroeuropeos, los muros de las redes sociales dan fe de la identificación, adhesión o admiración que nos despertaban y que, para que quede patente, queremos reflejar. La muerte destensa el sentido crítico.

También las discográficas se unen al recuerdo aprovechando para lanzar ediciones largamente preparadas durante la prolongada enfermedad de un cantante. O las televisiones, anegando las pantallas con películas protagonizadas o dirigidas por la estrella ya desaparecida, o con documentales precocinados para la ocasión. Los mismos políticos que acaban de tomar una medida que jamás hubiera aprobado el fallecido, destacan sus valores humanos. La muerte democratiza la vida. Paul Walker camina hoy junto a Nelson Mandela, no digo más. Cuesta imaginar qué iconos merecerán la unanimidad social dentro de treinta o cuarenta años. El fantasma de John Lennon recibe el alumbrado navideño, como cada año, mientras un conocido suplemento dominical pregunta, mirando a través de sus gafas, qué fue de la Utopía. Diríamos que murió, aunque a tenor de los comentarios tan poco halagüeños que provoca en los sacerdotes de la realidad, podría pensarse que no nos hemos dado cuenta. Quizá sea mejor así. Sigan, sigan, que diría el colegiado.

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