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Gastronomía federal inclusiva

Juan José Fernández Palomo

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Aquel debate sobre el estado de la nación estaba resultando especialmente duro. Parecía el fin de una era -llegaron a decir algunos apocalípticos tertulianos-. Habían transcurrido dos jornadas de crispadas intervenciones, réplicas y contrarréplicas por parte de todos los grupos parlamentarios que ocupaban el hemiciclo y ahora llegaba el turno de cierre del presidente del Gobierno.

Subió al podio vacilante, cansado tras noches sin dormir rodeado de asesores, informes y dossieres de prensa, con la cabeza abotargada por tanta opinión cruzada y con la sensación de que Clío, la diosa de la historia, le había diseñado un destino en el que el estrado del congreso se convertía en un cadalso.

Depositó una carpeta en el atril, la abrió, con mano temblorosa se acercó el vaso de agua a los labios, apenas bebió y dijo: “señor presidente, señoras y señores diputados (pausa): butifarra amb mongetes, fritos de pixín, lechazo, cocido maragato, duelos y quebrantos, patatas revolconas, andariques, bacalao al pil-pil, callos, arrós a banda.”

(Otra pausa). Miró levemente al equipo de taquígrafas y de nuevo a su portafolios: “revuelto de trigueros, berenjenas a la miel, atascaburras, salmorejo, pisto, escalivada, antxoas, pote, queso afuega el pitu, peras al vino tinto, carne gobernada, arroz cremoso de boletus, calçots con salsa romesco.”

De nuevo bebió agua. No parecía ya que le temblase tanto la mano: “barriga de atún, ortiguillas, cazón en adobo, arenques en salazón, gambón a la plancha, cordero sefardí (murmullos desde una bancada...), cazuela de judías pintas, lacón con grelos, botillo, flaó, mojo picón, liebre estofada, borrajas, menestra, migas del pastor”.

Levantó la vista del atril y barrió con su mirada un hemiciclo sumido en el mutismo que sucede inmediatamente a la estupefacción. Prosiguió: “ajo arriero, leche frita, torrijas, piña cocida en pacharán, caballa con piriñaca, gallina en pepitoria, lamprea al albariño, repápalos... y, para finalizar -aquí tartamudeo un poco-, pi pi piononos de santafé”.

La taquigrafía cesó. Empezaron a escucharse algunos bisbiseos (algún retortijón también) y, poco a poco, en crescendo, la cámara comenzó a aplaudir y a levantarse toda en una gran y larga ovación. La imagen del presidente parecía transmitir satisfacción o, al menos, alivio. Parecía que su discurso había despertado a los perros de Paulov.

Yo, observándolo todo desde la tribuna de invitados, me preguntaba si tales perritos no serían, tal vez, pastores alemanes.

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