‘Principiantes’: Embriagados de amor
Canta Thom Yorke en la escena final de Principiantes su famosa letra: tú flotas como una pluma/ en un mundo hermoso/ desearía ser especial. Suena a todo volumen en el teatro Creep, de Radiohead, la historia de un hombre desgraciado -y borracho- que intenta llamar la atención de una mujer, persiguiendola por todas partes, y que acaba disolviéndose en la debilidad de la falta de confianza.
La canción y su final, un clásico de los 90, parece sacada del universo de Raymond Carver, el escritor americano de relatos breves posiblemente más celebrado de la segunda mitad del siglo XX. El único capaz de marcar la diferencia, como la influyente banda de rock, entre lo especial y lo jodidamente especial.
Quién sabe por qué hacemos lo que hacemos, reflexiona uno de los personajes de esta obra en el prólogo de una tarde de borrachera. Principiantes, de qué hablamos cuando hablamos de amor, está basada en una de las mayores controversias editoriales de las últimas décadas, y pone más energía en la versión original recuperada de Carver en 2007 (De qué hablamos cuando hablamos de amor), que en la podada por su editor, Gordon Lish, en los años 80 (Principiantes). El sábado, este montaje desgarrador, adaptación de uno de los relatos más conocidos de Carver, pasó por el Gran Teatro.
Al texto, adaptado por el gran Juan Cavestany, se añaden otros fragmentos y pasajes del autor americano en una pieza que es pura inmersión en su universo: el amor, el alcohol y la poesía en un ambiente de realismo sucio tan capaz de emocionar. Con dirección de Andrés Lima, cuatro personajes interpretados por Javier Gutiérrez, Mónica Regueiro, Daniel Pérez Prada y Vicky Luengo dan vida a dos parejas de distinta edad y en diferentes momentos vitales unidas en una tarde de gin tonics y conversación profunda.
Sobre la mesa, además de mucha ginebra, un tema intenso: la complejidad del amor. El concepto de amor absoluto frente a la violencia del amor, el amor carnal frente al sentimental o los caminos que llevan del amor al odio emergen en la borracha conversación. Un tema universal desde Ovidio a Jane Austin pasando por Shakespeare, que para muchos sigue moviendo el mundo, aparte de continuar muy presente en esta etapa cultural de la historia.
En la irrealidad alcohólica estas dos parejas hablan, discuten, se besan, se pelean, se escuchan, se entristecen, se temen, se atreven, se desmayan, se enfurecen, se enternecen, se abrazan, se emborrachan, se desesperan y se preguntan qué es el amor. La pareja mayor lo hace desde la toxicidad que dan varios fracasos amorosos. La otra, desde la esperanza del amor recién estrenado.
La obra va abriendo heridas hirientes -y etílicas- a través de la conversación, jugando con la luz y con los paisajes sonoros, atmosféricos y tan americanos, en una puesta en escena lúcida, pura y brillante. Entre el sopor de la borrachera que desprenden unos actores espléndidos, destacan los matices de Vicky Luengo y los de ese animal de la interpretación llamado Javier Gutiérrez, hipnótico en el personaje de un cardiólogo beodo que no entiende el amor.
Es maravillosa y poética la escena en pausa y con fondo en espiral azul en la que suena You’re so beautiful de Joe Cocker. Uno de esos instantes de plenitud redentora que respira el texto. Porque existe un ansia de plenitud en esta borrachera infinita, de salvación final, de epifanía. Se intuye un sentido elevado escondido tras el drama. Carver solía decir que el infierno esconde puertas secretas hacia cierta idea del paraíso, fugaz pero reveladora.
Aunque a pesar de estas escapatorias aquí el estribillo es el del miedo al amor. Esa es la resaca inevitable que deja esta obra, al igual que lo hace la realidad en los tiempos de Tinder. La inseguridad y la falta de generosidad marcan la vida y, como ocurre con los finales de Carver, esta historia bien podría ser un nuevo principio. Quién sabe.
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