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Antonio Agredano

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A veces también llamo felicidad a tener la conciencia tranquila. Vuelvo a ´Rotura de Menisco´ tras unas semanas de asueto. He estado en Cosmopoética, embarrado de versos. Regreso a Sevilla enamorado de Córdoba, de nuevo. Como cruzarse con una novia de juventud y sentir el relámpago en el pecho. Lo achaco al vino, que fue mucho, y al calor de mi familia y mis amigos. También a mi hijo señalando las farolas de las que fue mi calle. Metiendo su dedo índice en las rendijas de la Sala Orive. En los brazos de su madre iluminando la tarde y el cansancio.

Me siento más cordobés que el Cristo de los Faroles, pero la vida no me regaló estabilidad allí. Ni una nómina, que es la piedra primera del futuro. Tengo de emprendedor lo mismo que de runner. A ambos los observo igual, entre la admiración y la extrañeza. Estaba muy bonita Córdoba, digo, con mucha gente en la calle, un calor soportable, amabilidad improvisada, cierta cercanía que no siempre fue en esta arquitectura ocre y gris. Hacía tiempo que no sentía el latigazo de esta ciudad en las retinas. No siempre vale con la piedra monumental y la poesía, hay otros destellos quedos en Córdoba. Inesperados y estruendosos. Como algo que cae pesadamente pero no se rompe. Un resplandor fresco que llena los pulmones. Siempre la duda de si es la ciudad la que cambia o somos nosotros en ella. La conciencia de uno, que rompe la cadena que el fantasma arrastra. Que espanta la penumbra en las callejas íntimas.

He sido de todos los sitios en los que viví. Nadie me negará el intento de mirar siempre hacia adelante. En Córdoba dejé a mi equipo, a mi familia, y una caja de zapatos llena de recuerdos. Una caja que nunca abro, pero que siempre tengo a mano. Nada da más miedo que la memoria a deshoras. El amor roto. Aquella tarde en la que. Aquella frase que nunca. Esas cosas, almacenadas al tuntún. Que son lo que uno fue y también lo que uno será. Despertarse con la derrota. Sentir en la garganta un vaso estallado. Querer sin ser querido. Amigos perdidos. Cervezas de más. Paciencia de menos. El esqueleto de un hombre son sus pérdidas, la rabia contenida, calcificada. Esa impotencia transparente de ver pasar los días. De todo esto tuve en Córdoba a paladas. Hasta que me fui, y ya nunca volví, salvo de visita. Como un turista en mis propias calles. Descubriendo los edificios viejos como si hubieran crecido lentamente de la nada. Como un bosque que hace olvidar el incendio. Haciéndome el despistado. Extraviándome a conciencia para sentirme un hombre nuevo sobre las aceras de siempre.

El domingo en la estación, con mis maletas naranjas, cogiendo el Avant para Sevilla, sentí tras muchos años que aquel viaje era sólo un hasta luego. No tengo prisa en volver a Córdoba. Quizá el capricho de la muerte me pille vaciando, de nuevo, los armarios. Una Ítaca mora. Un Ulises del Deliplús. Un lestrigón de Écija. El regreso está por dentro. La odisea en las entrañas. El asesino siempre merodea el lugar del crimen. El cordobés vuelve como en un tango, con tragedia y nocturnidad. En la sombra, siempre, estos viajes de vuelta. Como pidiendo perdón por haber huido sin mirar atrás.

Ahora tengo un pellizco. Espero que se me pase pronto. Terminaré estas palabras y me echaré a las calles de Sevilla para buscar consuelo. Para olvidar. Como quien folla con tristeza para dejar de amar. Las ciudades son jaulas del espíritu. Uno no puede luchar contra eso. Aletea contra el acero. Derrama el pienso del comedero. Estaba Córdoba bonita y echada a la calle, tentadora y única. Quise ver en su cielo claro una bandera blanca. Una tregua. Porque una vez nos quisimos, y si hay pavesas es porque algo ardió. “Cuan largas, tortuosas, miserables e inútiles son siempre las congojas del amante obstinado”, escribió Vicente Núñez. Qué terco siempre al irme, qué manso en el reencuentro. Qué calma atravesar las calles de mi ciudad, romper el aire, ser feliz con la conciencia limpia y una nostalgia enganchada a la camisa como una lluvia tierna que apenas cae.

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