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SOFÁ, SANDÍA Y MUNDIAL: 2. La Yoli

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Antonio Agredano

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Yolanda, la actual esposa de Pepe Reina, es del Parque Figueroa. Fue mi compañera de clase de primero a quinto de EGB. Yo estaba enamorado de ella. Secretamente, porque era un niño y no sabía muy bien que era eso del amor. Yo sólo confiaba en el silencio y la tibieza, en una supervivencia invisible, en desentrañar qué era ese misterio de carne párvula que me serpenteaba por dentro. El vértigo como en las cuestas con el Seat Málaga de mis padres. Garabateaba “AxY” en páginas al azar del ITER Sopena, compartía con ella mis moras de cuatro al duro, intentaba hacerme el gracioso con minúscula gracia. Sólo sé que la veía en clase, tan flaca, tan empollona, con ese pelo oscurísimo y largo, sus rasgos de hueso hermoso, la piel aceitunada, su sonrisa lunar, amplísima, desértica, las manoletinas, sus faldas de vuelo; y me ponía nervioso, torpe y, de repente, empequeñecía. El amor, vaya. Aunque fuera en su versión trial.

Las fiestas del Figueroa, que es un barrio moderno con alma de pueblo viejo, son el 15 de agosto. Íbamos al club en pandilla a ver las actuaciones de los coros, de las academias de baile, de las cupletistas folkies, y a brujulear. Porque los niños ni beben, ni hablan, ni paran. Sólo van y vienen como cirigallos por las plazas con sus preocupaciones transparentes. Y ríen y se ruborizan sin pasado, ni futuro. En un paradisíaco presente de dientes picados y roces tribales. En un cortejo romo y eterno. Estábamos el Mode, el Gómez, el Márquez y luego Bea, Esther y la Yoli. Ella llevaba una falda azul de tablas y unas sandalias blancas. Una camisa blanca también, de algodón, sencilla, con el cuello marino a juego con la falda, y luego un lazo a modo de felpa que afilaba aún más su rostro, ya muy moreno por el verano, y en el centro, como una captura del Hubble, su mirada intensa, respondona, negrísima, abismal y hermosa.

Aquella tarde noche tenía decidido declararle mi amor. Pedirle de salir o lo que se estilara entonces. Abrirme como un catálogo del Venca y ofrecerme así, tan confuso y suyo. Lo pensaba en la ducha, mientras rezaba porque la ropa que me había preparado mi madre fuera mi preferida: mis vaqueros cortos, mis lonas blancas, mi camiseta de Amarras. Imaginaba la situación y me temblaban los labios bajo el agua helada. Tenía diez años. Todos queríamos ser Kevin Arnold. Todo sucedía en mi cerebro como en uno de sus capítulos. Elegiría las palabras precisas. Sonaría una balada de Percy Sledge. Y ella me besaría como se besa a esa edad, chocando las bocas como dos barcos extraviados en la inmensidad del océano, que se acercan sin saber y se revientan las quillas sin quererlo, con suave violencia, y zozobran con dulzura hasta hundirse, enredados en acero. Ese temblor de espuma. Esa invisible catástrofe.

Era 1990. El verano de Schillachi. El verano de Roger Milla. Yo ya jugaba en el equipo de fútbol del Figueroa. Vestíamos con camiseta roja, calzón y medias blancas. Yo era portero. Siempre quise ser portero. Así que del Mundial de Italia´90, el primero que recuerdo con nitidez, me queda Goycochea, por los penaltis. Y Michel Preud'homme, que aún hoy sigue siendo mi portero preferido. Y también Walter Zenga. Inolvidable su elástica gris plomo. Su perfección sin estridencias. Pepe Reina siempre me ha recordado a Zenga. Por su buena colocación, su mando, sus vuelos comedidos. Por eso cuando fichó por el Nápoles supe que le iba a ir bien, porque el Calcio era su entorno natural, su guante a medida.

Pues aquel verano de Camy, aquel agosto del noventa, con Alemania siendo ya Campeona del Mundo, salí a la calle regateando el miedo. Yo regateo como regateaba Javi Moreno, agachando la cabeza y tirando hacia delante. Nunca he sido fino con el balón en los pies. Tampoco en el amor. Si agarro la pelota tienen que partirme la tibia para que la suelte. Pero nada de caracolear, nada de esconderla. Sólo correr con nobleza ciega y dejar que el césped me sea clemente. Crucé mi calle, Marino Garrote, y subí la rampa del club y arriba estaban ellos, la pandilla desordenada. Saludé y la Yoli se giró a cámara lenta como Winnie Cooper, me sonrió y en ese fotograma, en ese stendhalazo, perdí la fuerza como un Sansón rapado. Luego, pensé. Luego se lo digo. Y ese luego ha durado 28 años. Hasta hoy, que lo cuento aquí.

En el último capítulo de Aquellos Maravillosos Años, dice Kevin Arnold: “Crecer sucede en un latido. Un día estás en pañales, al siguiente ya no estás aquí. Pero los recuerdos de la niñez permanecen contigo todo el camino. Recuerdo un lugar, un pueblo, una casa como muchas casas, un patio como muchos patios, una calle como muchas otras calles. Y el asunto es que, después de todos estos años, sigo mirando hacia atrás, maravillado”. Chúpate esa, Carlitos Alcántara.

Hoy arranca el Mundial para España. De Gea es buen portero, pero me cuesta confiar en un guardameta con el pelo largo. Pasa igual cuando salen los arqueros vestidos de blanco. De qué van. No puedes engañar al diablo dos veces. Los que dicen que Reina va al Mundial para hacer grupo y contar chistes no han visto ni uno solo de sus partidos. En Italia´90 España arrancó con un empate a cero ante Uruguay. Luego la cosa mejoró. Defendía la portería Zubizarreta, del que tengo unos guantes firmados en casa gracias a mi amigo Galder Reguera. Un portero que parecía un portero, no es poco. En el banco esperaban Ablanedo y Ochotorena. Qué tiempos, que pulcritud funesta. De aquel Mundial nos echó Dragan Stojkovic, de una falta cuya trayectoria podría dibujar en un papel sin necesidad de verla repetida.

Pasó el verano de 1990. De aquella tarde noche en las fiestas del Figueroa aprendí que la valentía es un músculo que se ejercita con los años. Que la timidez, a partir de cierta edad, es sólo una excusa para los cobardes. Que hay que decir lo que uno siente sin miedo, al contrario, con júbilo y fuegos artificiales, porque somos lo que sentimos. No hay más. Y en la confesión del amor hay generosidad pueril, esperanza y miedo. Llegó el curso nuevo, pasaron los años, nos fueron cambiando de clase y poco a poco la pandilla se deshizo y apenas sé nada de todo aquello. Recuerdo haber visto a la Yoli adolescente jugar al balonvolea en el instituto, alguna vez por el centro de marcha. Y luego ya una tarde en la que estaba yo hojeando el Hola en la consulta del dentista, descubrirla en sus páginas. Yolanda del brazo de Reina, en el día de su boda. Y creí ver en sus ojos vivaces la misma mirada suya de niña. Porque no dejamos nunca de ser lo que fuimos, por más años que nos caigan encima, como en el recreo cuando jugabas a enterrar a las hormigas y al poco salían abriéndose paso con firmeza diminuta a través del puñado de arena.

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