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Los Reyes son mi madre

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Antonio Agredano

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Los Reyes son mi madre, haciéndose hueco entre la muchedumbre, tirando de mi mano carnosa, poniéndome en primera fila, apretándome contra sus piernas. Siento sus presencia detrás de mí, su calor sobre mis hombros minúsculos. Las luces. Música a lo lejos. La ilusión intacta. El sueño virginal de la infancia, tan lechoso y suave. “Ya vienen”, dice con su voz jovial, con su juventud intacta. Y luego los caramelos, los regalos, los codazos amables para protegerme. Las suelas pegajosas contra el asfalto. El balón que se me escapa. “No pasa nada”, dice. Me arrulla su voz. Me llena los bolsillos del chaquetón con las golosinas que va cogiendo como puede, sin soltarme, alejándome de las ruedas gigantescas de los tractores. La tierna protección, el instinto, el miedo transparente y perpetuo que es la pérdida. Que aún dura, hoy, en otro campo más árido y crudo que el de la niñez.

Baltasar es mi preferido. Lo espero con nervios. Justo cuando pasa a mi lado le recargan los cubos donde lleva los caramelos y no le da tiempo a tirar nada. Miro a mi madre con espontánea tristeza, me sonríe. “¡Pero si ya no nos cabían más en los bolsillos!”, dice. Me reconforta. Soy un niño. La frustración es parte del camino. El equilibrio de cristal entre la rabia y la indolencia. La policía cierra la cabalgata. Tras la sirena azul, el pasillo de gente se disuelve. Los niños hacen recuento. Los padres planean la vuelta a casa. Le doy la mano a mi madre y cruzamos La Victoria. Autobuses verdes. Colas en la parada de taxis. Volvemos a casa, hay que acostarse temprano. “¿Tú crees que te has portado bien?”, me pregunta. “Yo creo que sí”, contesto, con duda culpable. “Entonces te traerán muchas cosas”, dice.

Los Reyes soy yo, empujando el carrito de mi hijo. Pienso en la vida y es como asomarme al balcón. El mismo vértigo. El tiempo es la caída irrefrenable. Pasan los años y vienen otros a llenar nuestros espacios. Quedan los recuerdos, maquillados y extraños, nebulosos, caprichosos. El antojo de la memoria. Tengo miedo a las ausencias, a que el tiempo me devore, a no estar y a que no estén los que siempre estuvieron a mi lado.

Hablan de una carroza de drags, hablan de la falta de previsión del Ayuntamiento por la lluvia, hablan de tradiciones, de asuntos elevadísimos, de cultura, de oportunismo político, de estrategias de concienciación masiva, de cosas que me son ajenas hoy. Aparco el activismo en víspera de Reyes. En las que sólo tengo de patrimonio mi recuerdo infantil. El alumbrado. Los bolsillos llenos. Una melancolía descarnada. La bicicleta GAC. El Castillo de Greyskull. La nave de Destro. Los barcos del Tente. Los guantes de Uhlsport. Lo que siempre seré, porque en la niñez se esboza la vida. El dinero para pagar todo aquello, sacado del día a día. Preparar los paquetes en la madrugada. Las copas de anís y el mantecado mordido. Mantener a salvo el sueño ingenuo de la existencia de unos magos que recorren cada casa, que se acuerdan de cada familia, que saben justo lo que deseabas.

Mirar con el corazón. Olvidar las miserias cotidianas. Lanzarnos desvergonzados a la patria invisible de la infancia. Creer. Creer es no dudar. Hacer como que no dudamos. Mirar atrás no es nostalgia sino reconocimiento de lo que fuimos. Palpar el rostro del niño que somos. Pensar: en qué nos hemos convertido hoy. En qué materia grisácea y homogénea, en qué discurso floreado, en qué inesperada ceniza. En qué oportunidad perdida para recuperar, por unas horas, el niño que avanza entre la multitud de la mano de su madre. Con la sonrisa indemne. Con la imaginación desbocada. Con la suave certeza de la magia.

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