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Pachanga

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Antonio Agredano

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“Puedes saber cómo es un hombre viéndolo jugar al fútbol”, dice siempre García Casado. Tengo la suerte de haber jugado al fútbol con muchas personas. Hace años, cierto es, cuando el menisco se mantenía entero. Pero soy de los que piensan que las personas se maquillan, pero no cambian. Que se adaptan, sobreviven, mienten cada vez mejor, cada vez más rápido, pero que en todos nosotros está ya el ser que nos acompañará toda la vida. Tras el yunque de la educación y el martillazo de la vida. Por eso, cuando veo en el periódico, en la tele, en un bar o por la calle a hombres con los que he jugado algún partido, intento recordarlos sobre el verde. Alocados o contenidos, brillantes o traslúcidos, egoistas o generosos, despreciables futbolistas o inolvidables amigos.

En las pachangas está la vida condensada en sesenta minutos. Sobre el césped artificial cada decisión es un trasunto de lo que nos espera fuera del rectángulo. El talentoso que dispara y falla en lugar de dar el pase definitivo al compañero. El defensa perezoso. El incapaz gritón que quiere mandar a los demás lo que él no es capaz de hacer. El que finge una lesión para disfrazar sus errores. El portero que no vuela, el delantero que se escora, el extremo que no desborda. El que llega demasiado pronto y espera solo, en la grada, mirando el campo en silencio y esperando a los compañeros. Esos poetas de la puntualidad, meditabundos y raros. El que huele a cerveza y se da palmadas en la barriga para disfrazar de humor sus pérdidas. El tímido cumplidor. El lateral desordenado. El dócil, el insolente, el bullas. El calvo con la camiseta del Madrid que apenas la huele, el primo joven que le saca una cabeza a todos. El fútbol es sólo la vida garabateada. Una porción de la miseria.

Me manda Gutierrez Solís un poema de Dorothy Parker por whatsapp. “Las navajas cortan, / los ríos mojan, / los ácidos manchan / y las drogas acalambran. / Las armas están prohibidas, / los lazos se sueltan / el gas huele que apesta, / tampoco están tan mal la vida”. Habla del suicidio, pero también de la vida. Como definir la derrota es, de alguna forma, lo más importante que se puede decir de la victoria.

Cierro los párpados y hago balance de lo vivido. Sobre el campo di lo que tuve: mis huesos, mis músculos, los ligamentos. Dos veces me rompí la mano y dos veces me rompí el menisco. Tres veces volví, a la cuarta me di por vencido. Mr. Wonderful puede decir lo que quiera, pero la vida no está llena de oportunidades, sino de renuncias. Hasta en el amor a veces uno se para en mitad del campo, mira al banquillo y pide el cambio.

El Córdoba ha jugado cuatro partidos de Liga y ha ganado sólo uno. En esa victoria, retorcida y acobardada, se esconde la esperanza. En las pachangas siempre gana el más paciente, el que espera, el que guarda el fondo, el que va poco a poco, el que ha aprendido a contenerse. A ser paciente aprendí de mayor. De pequeño son todo urgencias. Una prisa salvaje por nada realmente. Ahora me siento y pienso. Antes de morder, pienso. Antes de huir, pienso. La montaña de Sísifo es un badencito comparada con la Segunda división. Tantos puntos por jugar que asusta sacar conclusiones a los doce disputados. Como decir a qué sabe el arroz solamente habiendo probado el sofrito.

Lo dije aquí pero lo repito: confío en Luis Carrión. Confío en Carrión porque está preocupado, porque se le notan las arrugas y los desaires cuando un defensa no mete la pierna o un delantero vagabundea por el área. Prefiero a Carrión antes que abrir una piñata y coger al primer entrenador que caiga. Prefiero a Carrión hoy de la misma forma en que preferí a Oltra cuando lo cesaron. No es continuismo, no es derrotismo, es pura supervivencia. Es pronto para afilar cuchillos y no creo un acto de justicia que las bofetadas a nuestro presidente se las esté llevando nuestro entrenador. Los proyectos futbolísticos, como las marchas con los amigos casados, siempre deben plantearse a largo plazo.

Puedo estar equivocado, pero equivocarse es parte del espectáculo. Prefiero tirar el penalti a las nubes que darle la espalda al entrenador cuando está buscando lanzador. Mojarse solo puede molestarle a quien no se moja nunca. En las pachangas el fútbol es lo de menos. Los goles son relativos. No llegar al córner, perder el sitio, sacar blanda la mano para desviar el balón. Qué importará todo eso. En las pachangas lo esencial es jugar siendo uno mismo. Futbolistas transparentes, despreciar los balones en largo. Esperar. Esperar como un felino el cansancio del rival. Esperar. Esa oportunidad, esa ocasión dorada, funámbula, definitiva. La vida es impredecible y ahí reside casi todo su encanto. En esa hermandad fraguada torpemente. Confiar en el de al lado. Cubrirse las pelotas en la barrera. “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”, escribió Javier Marías.

Escribo esta columna en el tren. La gente habla alto todo el rato. Critican. Ríen con amarillenta malicia. Intento concentrarme. Delante de mí un señor cierra el presupuesto de una piscina. A mi derecha una señora mira la ventana con nostalgia. A mi lado, a la chica del pelo rosa, no paran de llegarle mensajes. Está enamorada, por el entusiasmo con el que contesta. Nada funcionarial, sino un látigo emocional, un precioso restallar el suyo. ¿Quiénes de todos ellos marcarían el gol definitivo en la pachanga? ¿Cuánto hay del fútbol en la vida? Impresionan las voces de los futbolistas en un campo vacío. Los balonazos, el cuero contra el cuero, el cuerpo del portero cayendo al suelo, su impacto calmo. Todos somos héroes de la pachanga, más que nunca en la derrota. Hoy me siento solo un futbolista lesionado que golpea entre lágrimas el banquillo.

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