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Españoles

Francisco Boix @ Archiv der Gedenkstätte Mauthausen (Viena).

Alfonso Alba

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De todas las historias de la Guerra Civil, la más triste de todas es la de los españoles que acabaron en Mauthausen. Muchos empezaron a luchar en España en 1936 (otros, ni eso, pues apenas tenían diez años entonces) en una guerra que perdieron. Cruzaron la frontera huyendo de un seguro fusilamiento y Francia los recibió con los brazos abiertos de sus campos de concentración en húmedas y frías playas donde los españoles morían a centenares. Después fueron movilizados cuando la Alemania nazi invadió Francia y capturados cuando la desastrosa caída de la línea Maginot en 1941. Fueron de los primeros en llegar al campo de concentración de Mauthausen, donde asistieron a todos los horrores de la barbarie nazi mientras literalmente los mataban a trabajar. El Gobierno de Franco les retiró la nacionalidad y se desentendió de ellos, dejando vía libre a Alemania para que los exterminase.

Los alemanes le dieron un traje a rayas y le cosieron en el pecho un triángulo azul (para los apátridas) pero con una letra: la ese, inicial de spanier, español en alemán. Aunque sin nacionalidad por orden de Franco, eran y se reconocían como españoles. En el campo de concentración se organizaban entre ellos, crearon hasta pequeños grupos de teatro y construyeron sus propios instrumentos de música... española. Y siempre quisieron volver a España, pero a un país diferente, claro está. Muchos no pudieron.

De Córdoba acabaron en Mauthausen 345 vecinos. Sobrevivieron 90. Volvieron a España apenas una decena. La mayoría, pese a los homenajes tardíos, ya no volvió a vivir en el país que los expulsó por pensar diferente. La ciudad o el pueblo que abandonaron siendo adolescentes o muy jóvenes ya no era suyo. Habían vivido, crecido o formado familia durante demasiadas décadas en el exilio, como para considerarse, en el fondo, expatriados.

Hace años entrevisté a varios supervivientes de Mauthausen. El último fue Alfonso Cañete, un montalbeño que murió en 2013 sin contar un secreto: qué hacía con una piedra que se trajo de Mauthausen. Lo que más le dolía a los supervivientes españoles de Mauthausen fue el olvido y que su país le quitase la nacionalidad. Se sentían españoles. Se reconocían españoles. Y eran españoles, aún en un exilio en el que tantos años después hablaban mejor francés que castellano.

El holocausto nazi fue terrible y salvaje. La fábrica de la muerte alemana estuvo apunto de exterminar a todos los judíos que capturó. Pero ese holocausto también se cebó contra miles de españoles (sí, miles) que querían un país mejor.

En esta década extraña, los símbolos nacionales parecen en manos de determinadas ideologías. Reconocerse español acaba siendo sinónimo de facha en una cesión de todos los símbolos estatales a una ideología en concreto que está haciendo la derecha. España tiene historia para avergonzarse durante milenios, pero símbolos como los de los supervivientes de Mauthausen de los que sentirse muy orgullosos. ¿Cómo puede ser posible que el Congreso homenajease antes a los judíos víctimas del Holocausto que a los españoles asesinados por los nazis?

Francesc Boix (corran a ver El fotógrafo de Mauthausen donde todo lo que se cuenta pasó) fue un testigo clave en los juicios de Nuremberg (ciudad hermanada con Córdoba) que condenaron a muchos dirigentes nazis por crímenes contra la humanidad. Su historia, su dedo señalando a los verdugos en el tribunal, su trabajo para sacar de Mauthausen 10.000 negativos que probaban lo que los nazis habían hecho (“si la gente no lo ve con sus ojos nadie nos creerá”) habrían merecido convertirlo en uno de los héroes nacionales de este país durante el siglo XX. Un referente de los que tanta falta nos hacen. Un español de los que sentirnos orgullosos.

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