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La intolerancia a la frustración y el berrinche independentista

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Manuel J. Albert

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Los caminos adoptados por el independentismo catalán y el vasco han sido diametralmente opuestos. Pero tanto la vía terrorista, que acaba de terminar con la disolución de ETA, como la no-violenta catalana parten de un mismo punto: no respetar las reglas del juego que el Estado español se dio en 1978 en forma de una Constitución. Un documento del que derivaron los estatutos de autogobierno regionales. La letanía motora en ambos casos es “no me gusta el juego, rompo el tablero”.

En el supuesto etarra se buscó quebrar a las instituciones con bombas. Los pilares no se movieron un ápice. En el catalán -y nunca se lo agradeceremos lo suficiente- se optó por manifestaciones multitudinarias en media Cataluña. Pero en este caso, se llegó bastante más lejos en lo formal, con un buen puñado de leyes ilegales -sus impulsores encarcelados o huidos- un referéndum de mentira y una declaración de independencia sin consecuencias nacionales e internacionales.

La diferencia entre la vía violenta y la pacífica no es menor, es cierto. Pero, en esencia, al Estado de derecho le da igual. Su principio de funcionamiento es sencillo: sea como sea el pulso planteado, solo se tendrá en cuenta si se atiene a la ley (las dichosas reglas del juego). En caso contrario, se ignorará.

Quiere esto decir que la norma básica, la Constitución, ¿es inamovible? Pues no. La Carta Magna se puede cambiar, aunque para ello se ha de seguir un proceso largo y tedioso de negociaciones políticas de todo tipo que implica también la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones que ratifiquen lo acordado. Un camino que, eso sí, trata de garantizar que toda variación de calado -por ejemplo, que el Estado permita un referéndum de independencia en el seno de su territorio- cuente con el consenso necesario.

Y aquí deviene uno de los problemas fundamentales de los independentismos: al menos en el caso de la periferia ibérica, los separatistas nunca han estado demasiado seguros de contar con el respaldo de mayorías suficientes. Ni dentro ni fuera de sus fronteras.

Desde luego, su política de comunicación en Madrid no termina de cautivar ni a las formaciones políticas ni a los colectivos sociales del conjunto del Estado. Unos grupos que, representados en el Congreso de los Diputados, son clave para los independentistas a la hora de acordar cambios en la Constitución.

Pero es que, dentro de sus propios países, los independentistas tampoco logran el respaldo básico. Más allá de una sobresaliente puesta en escena con aspavientos de banderas, espectaculares colmataciones de plazas y avenidas o una retórica florida, victimista y plurilingüe, las urnas dibujan dos mitades casi perfectas en el electorado. Una a favor de la independencia y otra, contraria a la misma.

¿Se puede construir un país o una república con estos mimbres? Más que complicado, es peligroso. Aunque se perfila como la única vía -el famoso unilateralismo- para un colectivo que ya es consciente de sus limitaciones. Quim Torra, el nou president designado por el president de veritat, Carles Puigdemont, ya lo dijo este sábado. Persistirem, insistirem i l’investirem (no hace falta traducción). O lo que es lo mismo: con una nula tolerancia a la frustración, la solución es el berrinche, la rabieta y romper el tablero cuantas veces haga falta hasta imponer una visión.

“Para defender a Cataluña, la radicalidad que haga falta”, dijo Torra en el Parlament, avanzando la decisión con la que va a lanzarse de cabeza contra los pilares del Estado. Desde aquí, solo le pedimos que se ponga un casco. O algo. Porque lo va a necesitar.

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