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Tupper time

Ángel Ramírez

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¿Quién no querría estar en esa foto? Veintitrés y la de la tele (esa no, esa estará contando alguna pena) divirtiéndose. Uno ve la foto y piensa que qué bien hubiera estado ahí en lugar de un despacho, una reunión de trabajo o haciendo la compra. La foto es la diversión misma, una especie de nueva versión de la última cena, con vino, pan y aceite (a Arturo le toca de mesías, por absurdo). Tupper Time llaman a la foto y tiene su gracia, hace unos años pensábamos que la felicidad estaba en los menús degustación a 120 euros, la accesibilidad absoluta de las tecnologías, y en adivinar la añada del vino, y ahí andan con el vino de tetra brik, ese teléfono verde en la pared y todos de espaldas a la tele.

Después ve uno qué habían estado haciendo minutos antes y entiende que estuvieran contentos. En unos días han llenado El Carpio y su pedanía Maruanas (¡qué nombre más bonito¡) de espejismos que en nuestra pantalla nos parecen producto de alguna mente diseñadora y el photoshop y no, lo que han estado haciendo es encalar y hacer explícitas las sensaciones y el sentido del paisaje. Anamorfosis se llama el uso de la perspectiva para privilegiar un punto desde el cual la obra cobra sentido, y la búsqueda de ese punto entre trazos en sí mismos hermosos es una pequeña aventura que vivirá todo el que se deje pasear por esas calles. El acierto de Scarpia XII, la experiencia de Boamistura y el entusiasmo del resto de comensales nos han dejado esa pequeña pista de belleza y sencillez.

Es curioso que me encontrara con estas imágenes en los mismos días en que vi la exposición de José Duarte, con su mirada desolada y ausente, difícil encontrar dos expresiones culturales más distantes. Miro de nuevo la instantánea (¿no tiene gracia lo de instantánea?) del tupper time y se me ocurre que la cultura es crear y compartir (ya sé que alguien lo ha dicho antes). Crear es lo que nos hace distintos a una polea o un alternador (¿qué hace un alternador?), y compartir lo que permite que nos reconozcamos unos a otros, que nos sintamos apreciados. En definitiva lo que nos hace humanos, lo que todos los analistas que se dedican a eso (y la experiencia de cualquiera) dicen que puede hacernos felices. En algún sentido, no se puede ser feliz sin ser culto.

Y quizás no sea esto lo que se suele contar de la cultura. Es frecuente que aparezca como un lujo, una excentricidad más o menos prestigiosa, cuando no un refugio para inadaptados u holgazanes. Tampoco es extraño el discurso agorero, pesimista, que convierte la cultura en una suma de agravios, un espacio agrio en el que lamerse las heridas. Si consiguiéramos restituir a la creación cultural su carácter radicalmente humano, el lugar en el que podemos ser más nosotros que ningún otro, en el que nunca se es “trabajador por cuenta ajena” ni “fuerza de trabajo” podríamos ganar este tiempo que algunos poderosos han decidido que sea tupper time para la mayoría. Porque, además, pocas cosas hay más revolucionarias que divertirse.

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