De cómo la izquierda referente en Europa promueve la penúltima victoria del neoliberalismo
La sociedad española ha tenido en los últimos 50 años una historia desconcertante, producto de ese acceso retrasado a la democracia que llevaba años en la mayoría de los países de nuestro entorno. Llegamos a la democracia y a las políticas del bienestar décadas después de que estas se desarrollaran en buena parte de Europa, producto de un desarrollo económico espectacular y un acuerdo básico (y muy funcional para el crecimiento) entre democratacristianos y socialdemócratas. Nuestra Constitución, y los primeros mecanismos que comienzan a desarrollarse tienen rasgos de ese carácter social (la propia definición de España como un “Estado social y democrático de derecho”), y lo hace justo cuando los vientos están cambiando, cinco años después de la primera crisis del petróleo y en plena vigencia de la segunda, un año antes de que Margaret Thatcher sea elegida primera ministra británica, y tres de que Ronald Reagan se convierta en presidente de los Estados Unidos.
Nos constituimos como democracia y sociedad contemporánea cuando empezaban a arreciar los vientos del neoliberalismo, por lo que en los años 80 a la vez que se aprobaba el aborto, se montaba el sistema público de salud y el sistema educativo y las Universidades, se desregulaban las relaciones laborales, y se “mercantilizaba” el derecho al acceso a la vivienda. Los 80 fueron años vitalistas y desconcertantes, donde a la vez que creábamos las bases de una sociedad progresista iniciábamos su propia erosión, con un protagonismo indudable del PSOE en ambas tareas.
Las décadas posteriores se ha mantenido esta tensión entre ambos impulsos antagónicos, aunque son pocas las medidas de calado que puedan colocarse en el haber del progresismo, probablemente la ley de dependencia de Rodríguez Zapatero y las mejoras en la regulación laboral conseguidas por el Ministerio dirigido por Yolanda Díaz en estos últimos años sean las más relevantes.
El neoliberalismo sí que está consiguiendo imponer su agenda a nivel internacional, también en España. En esta lógica llevaron a cabo la denominada “liberalización” del sector público (aquí no el único actor pero sí el más activo fue el PP de Aznar), o la venta en forma de saldo de la experiencia más significativa de economía social del país, las Cajas de Ahorros, en este caso obra de el en otras cuestiones tan acertado y progresista Rodríguez Zapatero. El antepenúltimo escalón en este ascenso al Olimpo neoliberal lo está llevando a cabo el Partido Popular en las Comunidades Autónomas con un intencionado deterioro de los servicios públicos (particularmente Sanidad y Educación), y un apoyo indisimulado a las empresas privadas de dichos sectores.
Pero lo mejor estaba por venir, y es que vivimos tiempos emocionantes. Así, resulta, que una de las medidas estrellas del Gobierno progresista, cuyo proyecto principal es parar a la derecha radicalizada, es cambiar el modelo de financiación territorial a un sistema que incorpora el principio de ordinalidad. El principio de ordinalidad (tal y como lo han pactado PSC y ERC) consiste en que todas las comunidades tengan la misma posición como contribuyentes y como receptores de fondos públicos. Así, las comunidades que más aportan (más bien sus ciudadanos y empresas) serían las que más fondos públicos recibirían, y las que menos aporten, las que menos. Exactamente lo contrario del bíblico “los últimos serán los primeros”, o del izquierdista “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”. Ya sabemos que con el acuerdo que está negociando el Gobierno, y en particular su vicepresidenta y secretaria general del PSOE-A, María Jesús Montero, los andaluces y andaluzas seríamos las personas a las que se destinarían menos fondos públicos de todo el país, y los madrileños y catalanes los que más. Para entender lo que esto supondría baste referir que los ingresos medios de un andaluz en al año 2023 fueron 23.218 euros, los de un catalán 35.325, y los de un madrileño 42.198 .
La desigualdad, las condiciones más favorables para los más ricos y la pérdida de oportunidades para los menos, la hemos convertido ya en un ecosistema al que nos vamos acostumbrando. Ya aceptamos que los hijos de nuestros vecinos de El Brillante puedan estudiar medicina mientras que nuestro hijo no puede hacerlo aún teniendo mejores calificaciones por el simple hecho de que nuestro vecino puede pagar una Universidad privada y nosotros no, o que no esperen para que le hagan unas pruebas médicas, o que por sus rentas del capital tributen menos que nosotros por las de nuestro trabajo. Este cupo aderezado por el principio de ordinalidad es llevar al marco territorial lo que ya está ocurriendo a nivel social, profundizar en la creación de dos sociedades dentro de la nuestra, una compuesta por Euskadi, Navarra, Cataluña, Baleares y Madrid, que recaudaría y gestionaría sus propios impuestos, y que después algo aportaría a las otras Comunidades, que pocas probabilidades tendrían de sobreponerse a semejantes normas de juego. Una pena que un Gobierno con un buen saldo social, una de las pocas referencias progresistas en Europa, y frente a una derecha tan preocupante como la española, concluya con esta batalla en la trinchera equivocada.
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