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Europako kultur hiruburua 2016

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Ángel Ramírez

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Estuve unos días en Donosti y algún rastro hallé del viejo mito de la capitalidad 2016, así que lo cuento con mirada de turista en chanclas y de ninguna memoria, porque aún mantenemos esa vieja manía de hablar de estas cosas intrascendentes.

Tabakalera es uno más de los intentos fallidos de contenedores culturales de los últimos años. No les reprocho demasiado, porque quizás les pedimos un imposible, quizás como escribía Habermas, el sentido no se puede crear administrativamente, la razón científica ha excluido al mundo vital y nuestros intentos están siendo vanos. Es un conato más de construir un espacio para la creación, la exhibición y con pretensiones de conectar con la realidad social, y lo que ha salido finalmente son unos Nuevos Ministerios decorados por Ikea, un lugar que nadie incluiría en su vida cotidiana con gusto. Allí están la Filmoteca de Euskadi, una biblioteca, un espacio de coworking, y algunas exposiciones que ahora no consigo diferenciar con claridad. Lo mejor de Tabakalera es lo que pasa fuera de ella, y probablemente por eso el elemento estrella es un mirador sobre la ciudad que , seguro que en un gesto involuntario, ya indica dónde está el valor. Pero bueno ahí está el espacio, amplio, bien ubicado, y quizás algún día demos con la piedra filosofal. Mientras tanto nos vale para un selfie.

La principal exposición de la capitalidad cultural, Tratados de Paz, es un lujo. Pedro G. Romero ha construido una reflexión crítica sobre la modernidad partiendo de la paz como tema, y de la mano de la Escuela Ibérica de la Paz. Dicha Escuela propuso un índice en nueve capítulos (territorios, historia, emblemas, milicias, muertos, economía, armas, población y tratados), y esta estructura es la que mantiene el autor nacido en Aracena. Cada capítulo es introducido y comentado con textos excelentes, agudos y nada complacientes. Pedro G. no es complaciente con el poder, al que desvela, pero tampoco con cualquiera de sus oponentes, no se presta a oportunismos ni a irenismos de salón. Reivindica una escuela hispánica de pensamiento jurídico como una corriente central en el nacimiento del derecho internacional, muestra a los gitanos y a Mario Maya bailando cuando habla de una etnia sin estado, y nos cuenta la historia de los libros plúmbeos, o los relojes paralizados de Hiroshima. Nada es retórico, todo afilado, certero y a veces sorprendente. La exposición se compone de multitud de objetos y obras de arte cedidos por centros de todo el mundo que nos cuentan esta hermosa y dramática historia, que es verdad que no encandilará a los miles que en estos momentos piden uno de crema tostada y yogur en cualquiera de las heladerías de los bulevares y paseos marítimos de San Sebastián. Pero esa es otra historia.

En los jardines del palacio de Miramar encuentro tótems, libros y bicicletas colgadas, hierro y objetos envejecidos. Todo tiene ese aire que identificamos con el arte vasco desde Oteiza, esa conjunción de la madera, el hierro y las pinturas africanas, un discurso de raíces, la dureza de la industria y la conexión con la tierra. El artista navarro Juan Gorriti se permite alguna ligereza pop en una exposición con el mar de la playa de la Concha al fondo, una propuesta previsible, y que de alguna forma por ello conforta.

La gente pasea.

Nota: Obra de Juan Gorriti en los jardines del palacio de Miramar

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