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Días de sol y sosiego

Mar Rodríguez Vacas

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Y por fin salió el sol... ¡Qué ganitas teníamos! No podía ser tanta agua. Nos iban a salir escamas, aletas y branquias. Y lo peor, íbamos a caer en depresión profunda. Hasta el coche se me ha inundado por dentro (me lo acaba de confirmar el mecánico) de un día que pasé por un charco algo más profundo de lo habitual. Pero ya pasó.

Cuento ya dos fines de semana radiantes: uno con más calor que otro, pero aprovechables cien por cien. Así que, en casa, no nos lo pensamos dos veces y decidimos dedicar todo el tiempo a los niños y a hacer planes fuera de casa. El resultado ha sido genial: jornadas agotadoras en el parque, polvo hasta en las pestañas y ropas para... (iba a decir para tirarlas, pero no) lavarlas. Ahora no están como nuevas pero aún son aprovechables.

El primer fin de semana fue domingo y, el segundo, sábado, pero hemos hecho exactamente lo mismo y en el mismo sitio. Quedamos con amiguitos y, mientras los mayores nos resguardábamos a la sombra, los niños jugaron a su antojo junto a toboganes, areneros, columpios y demás elementos propios de un parque infantil. Horas y horas de desfogue que, de alguna manera, han suplido los días de encierro obligatorio que la lluvia nos ha dado.

¡Y cómo se lo han pasado! Ya sabíamos que al mayor le gustaba el parque pero, el chico ha abierto su mundo. De estar en brazos o en su carrito ha pasado a sólo querer estar sentado sobre la arena. Puede pasarse horas cogiendo piedrecitas con las manos y tirándoselas por encima o acariciando la arena con la palma de la mano. No le importa si estás, si te vas, si lo mueves de sitio para que no le de el sol… Sólo hay niño cuando lo intentas coger en brazos, a lo que se resiste con todas sus fuerzas. ¿Qué tendrán las piedras y la arena? Para mí sólo es polvo, que además me da una dentera que me muero, pero algo debe tener que engancha tanto.

Aquello estaba los dos días lleno de público. La mayoría de los niños llegaba con su propia artillería: cubito, pala y rastrillo, como si de la playa se tratase. Y siempre hacen lo mismo. Es curioso cómo entran en el arenero, sueltan sus instrumentos y cogen los de otro niño. Nadie protesta. Hay un código oculto, una regla no escrita por la que sólo pides tu material playero cuando te vas a marchar. Mientras, juegas con lo que tienes a mano. Y si te lo han quitado todo, aprovechas, te tiras por el tobogán y le das un punto de emoción a la tarde.

Increíble lo cansados que llegan casa e increíble la cara de satisfacción que llevan. Su padre y yo, más anchos que largos después de haber pasado un día sólo para ellos, viéndolos disfrutar. Y lo mejor de todo… la facilidad, rapidez y eficacia con la que caen rendidos en la cama. Lo que no tiene por qué augurar una buena noche... Los que me seguís ya sabéis de qué pie cojean mis niños. Os confirmo que todo sigue más o menos igual. Con estos dos terremotillos no puede ni una jornada de parque agotadora. Para ellos no existe la astenia primaveral ni el calor a destiempo. Mientras menos duermen, parece que mejor para ellos. El lado positivo: que ya tenemos el cuerpo hecho y que si una noche deciden regalarnos cinco o seis horas seguidas de sueño, descansamos para una semana entera.

Pero yo seguiré intentando lo del agotamiento... Desconozco si he dado con la medicina santa del cansancio pero el parque me encanta y verlos a ellos pasárselo bien, más todavía.

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