Deducciones de saldo
La Humanidad, desde que tuvo ocasión de estrechar las relaciones entres los fenómenos observados y las causas de las que venían derivadas, ha ido cercando con más o menos tino la realidad del mundo construido dentro y fuera de las habilidades humanas. Si al principio las evidentes lagunas que el espectro visible dejaba a la explicación del funcionamiento del mundo fueron frecuentemente rellenadas con el amasijo intelectual que representa la fe religiosa y la pagana, con el paso de los siglos y el debilitamiento de la resistencia que los primeros ejercían al avance de la ciencia, se fue armando un discurso basado en la evidencia y su aceptación por la comunidad bajo estrictos criterios de trazabilidad.
El Hombre ve salir el Sol cada día desde el mismo lado del horizonte, lo ve subir y bajar por su opuesto y saca la lógica deducción de que está situado en el centro mismo del Universo, alrededor del cual gira toda la materia observable. La deducción, aunque válida en su forma naufragó al carecer hasta finales del XVII de una Ley de Gravitación Universal que situase al gigantérrimo ombligo humano en el lugar que le correspondiese. Desde entonces, 328 años nos contemplan. Un tiempo más que suficiente para convencernos de nuestra diminuta importancia en el cosmos, pero insuficientes para el español de situarse en el justo estercolero donde merece estar.
El dato clama, un 25 % de nuestros compatriotas creen que el Sol gira alrededor nuestro. Mire un momento entorno suyo, quédese con la mirada de al menos 3 personas, sepa que una de ellas, incluyéndose a usted, piensa que el suelo que pisa es poco menos que el punto central de todo el Universo conocido, posiblemente incluyendo cielo e infierno. Un dato que por otro lado no debería sorprender en cuanto que dos de cada tres españoles dice creer en la existencia de seres superiores o fuerzas vitales ligadas a actos de fe.
Así puede entenderse que el común de los mortales tienda a creer en enrevesadas teorías conspiratorias para explicar lo que desde la ciencia lleva explicado años. La lista de fenómenos normales reconvertidos en paranormales es tan larga como la audiencia de Cuarto Milenio y Onda María juntas. Desde la estupidez de los chemtrails, un supuesto envenenamiento masivo que venimos sufriendo cada vez que un listo mira la estela de condensación de un avión, hasta la Sábana Santa, convertida en rama pseudocientífica y en suculento negocio de unos cuantos.
La tendencia a simplificar los fenómenos a la experiencia propia, o incluso a la imaginada, subyace como telón de fondo para explicar leyes de carácter universal. Hace poco un meteorólogo de RNE compartía en una red social el inquietante dilema que le planteaba una seguidora. Había observado un curioso (aunque bastante frecuente) fenómeno atmosférico, llamado halo solar, poco antes del terrible terremoto en Nepal. La seguidora proponía si existía relación entre un fenómeno y otro. Esta anécdota, inocente a primera vista, encierra una temible cuestión que enraíza directamente con el 25 % antes mencionado. El Ser Humano, en líneas generales, no tiene ni puñetera idea de las cuestiones más básicas que atañen al funcionamiento de su propia casa, la Tierra.
La falta de cultura científica no es exclusiva, no obstante, del paganismo anumérico. Multitud de estudiantes se licencian cada año pensando que la homeopatía es una rama de la medicina moderna basada en la evidencia, cientos de graduados comparten conspiraciones ambientales en el Facebook y cada día más Universidades promocionan el cantamañanismo como profesión ejemplar.
Una creciente corriente que viene a introducir el discurso científico en una suerte de mercadillo barato con deducciones de saldo, que olvida el carácter universal y la reproducibilidad de los resultados, la que vende milagros como producto de consumo. Un peligroso camino que amplia las fronteras de la fe hasta el territorio exclusivo de la ciencia, que el MEV nos ampare.
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