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Un legado inagotable

Redacción Cordópolis

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‘Un verano ardiente’ ('Un été brûlant', Philippe Garrel, 2011)

En “Jacques Rivette: Le veilleur”, el episodio para “Cinéma, de notre temps” dirigido por Claire Denis en 1990, el director de “Le pont du Nord” (1981) traza un acertado paralelismo entre el nacimiento de la Nouvelle Vague y el advenimiento del Impresionismo en la pintura. Su condición de acontecimiento fundacional de la modernidad viene dada para ambos tanto por su ruptura con el pasado -posible gracias a la disponibilidad de nuevos avances técnicos-, como por su capacidad para abrir caminos por los que transitarían en las décadas siguientes una miríada de artistas. Traigo a colación a Jacques Rivette para hablar de Garrel porque ambos forman parte de esa misma tradición y, sobre todo, porque ambos pertenecen a esa rara especie de cineastas especialmente dotados para convocar la belleza en cada uno de sus gestos sin esfuerzo ni impostura, aunque Rivette siempre haya sido un cineasta más tímido, más secreto. Pocas obras hay tan bellas en la Historia del cine como las de Rivette, Garrel, Eustache o Rozier, por lo que su mera supervivencia en una época de triunfante fealdad -especialmente moral- resulta aún más singular, cautivadora y desafiante. El último Garrel -como todos- requiere un profundo lavado de la mirada, especialmente para quienes consideran a estas alturas de la Historia del cine a François Ozon, Nicolas Winding Renf, Jacques Audiard, Lynne Ramsay o Christian Mungiu la excepción autoral europea y el límite de lo alternativo frente a la maquinaria del Hollywood palomitero.

“Un verano ardiente” prolonga el gran proyecto autobiográfico desarrollado por Garrel, aunque lo hace esta vez de manera más oblicua, menos directa. Paul (Jérôme Robart), de nuevo el álter ego del director, no es esta vez el personaje central al que Garrel nos tiene acostumbrados. Él y la pareja que forma con Élisabeth -interpretada por la gran Céline Sallette- se convierten en observadores/reflectores de los acontecimientos, al mismo tiempo que resultan afectados por ellos. Aquí, el papel protagonista recae en Frédéric (de nuevo Louis Garrel), un personaje  basado en la figura de Frédéric Pardo (1943-2005), artista y amigo íntimo de Garrel, y el drama se centra en su turbulenta relación sentimental con una famosa actriz, Angèle (Monica Bellucci), unos años mayor que él. Una vez más, sus retratos femeninos -y “Un verano ardiente” no es una excepción- continúan siendo absolutamente únicos: jóvenes que prolongan nuestro anhelo de utopías (Céline Sallette, Clotilde Hesme, Julia Faure, Aurélia Alcaïs, etc) y mujeres maduras a las que sus cicatrices otorgan una belleza distante, indolente (Catherine Deneuve, Monica Belluchi, Mireille Perrier, Briggitte Sy, etc).

La película comienza con Frédéric solo en una gasolinera, al lado de su coche, bebiendo un sorbo de una petaca y después conduciendo, vemos sus lágrimas mientras irrumpe la partitura de John Cale in crescendo, finalmente Frédéric cierra los ojos y se suicida estrellando su coche contra un poste situado en la cuneta; las luces del automóvil parpadean antes de apagarse. Pero entre medias hemos asistido a una aparición fantasmagórica, una imagen mental más que un mero flashback: Angèle, desnuda en la cama que ambos compartían, suplica algo inaudible. Tras el choque, fundido a negro, después las palabras de Paul: “Frédéric está muerto. Él era mi mejor amigo. Frédéric era pintor…”. A continuación, la narración arranca como un gran flashback.

Cineasta de los estados afectivos, la etapa narrativa de Garrel -y aún más con la aparición del escritor Marc Chodolenko en sus guiones- sumerge sus corrientes y remolinos sentimentales bajo su estilo lacónico en una sutil gradación que resulta tan reveladora -a través de la captación de los pequeños detalles- como poco invasora frente a los bloqueos emocionales de sus personajes. En su última película sigue desarrollando su facilidad para habitar en dos tiempos a la vez sin resultar anacrónico en ninguno de ellos. Estamos de nuevo tanto ante un filme nouvelle vague o posnouvelle vague como ante una película del siglo XXI, sin que esa transferencia orgánica necesite recurrir a la reconstrucción para hacer sentir al espectador que la naturaleza de los sentimientos que se exponen, y la cualidad formal y plástica de las imágenes, participan del mismo cordón umbilical que el cine de Jean Eustache, con el que comparte su condición de cineasta doliente y cierta conmovedora fragilidad. Podrían valer muchas escenas del filme para ejemplificar lo expuesto, pero me quedo con aquella en la que Paul y Élisabeth pasean con el carrito de su hija pequeña por una calle cuando en una terraza se topan con Fréderic, justo la noche de su suicidio, tras muchos meses sin tener noticias el uno del otro; es una noche tranquila que tiene algo de irreal e intemporal, cierta calma sonámbula propia de las ensoñaciones -como aquella de la salida del cine del personaje de André Dussollier en “Les herbes folles” (Alain Resnais, 2009)-. Todo ello permite al espectador sensible transitar con arrobo por la línea del tiempo cinematográfico -esa que conecta el momento actual con la epifanía de la Nouvelle Vague- sin desligarse del presente ni intoxicarse con los vapores del cine artificiosamente nostálgico. Es parte del mismo viaje, de la misma transfusión moral, que en el cine de Garrel conecta a su padre (de nuevo Maurice Garrel en su última aparición en cine antes de su muerte) con su hijo Louis [protagonista de sus películas desde “Les amants réguliers” (2005)], aquí ambos comparten otra escena memorable tanto por su condición de fantasmagoría y testamento como por su vocación de paso del testigo. Tras ese instante mágico, la muerte, como ocurría en “Le coeur fantôme” (1996), como le gustaba a Ozu, irrumpe en el espacio en off, en el agujero negro que separa la luminosidad entre un plano y el siguiente; luminosidad que en el cine de Garrel se expresa en imágenes como la que dedica a la aparición en cuadro, no en el relato, de la pequeña fruto de la unión de la pareja coprotagonista -la capacidad del cine para testimoniar y celebrar el milagro con su presencia-, desarrollo natural del ciclo de la vida, de la evolución de la relación entre los personajes, de la continuación de una obra que celebra en cada nueva entrega la inagotable riqueza de la herencia recibida.

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