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La Soledad del cineasta de fondo

Redacción Cordópolis

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El ciclo, prácticamente integral [falta su opera prima Venecias (1989)], que la Filmoteca de Andalucía, y espero que el resto se den por enteradas, está dedicando durante los meses de febrero, marzo y abril a Pablo Llorca (Madrid, 1963), es una magnífica excusa para escribir una entrada sobre el que probablemente sea el cineasta más secreto y sorprendente aparecido en nuestro país en los últimos años.

El caso Llorca es interesante desde varias vertientes: la primera, y aunque loable nunca debe bastar para ensalzar una carrera, es que Llorca es un cineasta libre -lo cual, dicho por estos lares, es verdaderamente excepcional-, es decir, no le debe nada a ningún productor (sus películas, desde sus inicios, vieron la luz a través de su propia productora, La Bañera roja + La Cicatriz); no le debe prácticamente nada a ninguna televisión y/o poderoso conglomerado audiovisual privado (sólo dos de su quincena larga de obras, entre largos y cortos, recibió algún dinero de Canal +); no le debe nada a ningún lobby concienciado por tal o cual acuciante problema de nuestro triste país; no le debe nada al Ministerio de Cultura, que sólo ha subvencionado una -Todas hieren (1998)- de sus muchas películas; no le debe nada a ningún festival de campanillas por colar su cintas en la sección oficial; y tampoco le debe nada a ningún crítico o catedrático reconocido con el que ir de la mano paseándose por tal o cual universidad, foro, festival o circo del soporífero mundillo del escaparate y la pasarela.

El peaje que Llorca se ha visto a pagar por tal osadía -además de por atreverse a colocar en los últimos años un espejo frente a la España que fue y la que es- es el de tener que moverse con presupuestos muy limitados, que sin duda habrían paralizado de terror, e incompetencia, a buena parte de sus colegas de profesión. Pero la pobreza de medios en Llorca es verdaderamente excitante, y lo es por múltiples razones, pero sobre todo porque obliga al espectador a ir a la columna vertebral del relato y de la puesta en escena, haciendo desaparecer de la ecuación los valores de producción, tras los que suelen parapetarse -cuando no esconderse- tantos directores incompetentes, funcionales, mecánicos o simplemente desconocedores del oficio. El despojamiento de oropeles jamás en Llorca ha ido de la mano de una falta de ambición o de una claudicación a la hora de atreverse a poner en pantalla ficciones (Jardines colgantes, Todas hieren, The Scar, Uno de los dos no puede estar equivocado, El Mundo que fue y el que es, Días color naranja, etc.) de las que muchos otros profesionales habrían dicho que era imposible insuflarles el aliento del cine sin multiplicar el presupuesto usado por el director madrileño por una considerable cantidad de ceros. Como ocurre con Rohmer, del que Llorca ha aprendido mucho, el término 'amateur' recupera aquí su verdadero significado -despojado de cualquier consideración peyorativa-, y toda su dignidad, en consonancia tanto con el de aquel creador que ama verdaderamente su oficio y no el rédito económico que este le pueda producir y, al mismo tiempo, con el de aquella obra que decide no participar del circuito industrial de producción, promoción, distribución, exhibición y consumo.