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Perdóname, amor mío

Redacción Cordópolis

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L'ombre des femmes (Philippe Garrel, 2015)

Raramente nos situamos en una posición neutral antes de ver una película; con las de Philippe Garrel aún menos. Mientras ruedan los primeros créditos se apodera de nosotros, sus fieles incondicionales, una emoción y unas ganas de compartir parecidas a las que se experimentan al acudir al encuentro con un amigo al que hacía mucho tiempo que no veíamos; o también, por qué no, a la excitación y el nerviosismo ante una primera cita con alguien de quien, a pesar de conocer aún poco, intuimos que llegará a ser importante en nuestra vida. Supongo que, como siempre en el cine -y en el arte en general-, se trata de estar abiertos y dispuestos a recibir pero, y aquí aparece la excepcionalidad con un cineasta como Garrel, también a darnos incondicionalmente.

Mientras asistía al pase de su última película, L'ombre des femmes, me resultaba inevitable pensar en la destreza con la que Garrel no solo puede habitar dos tiempos simultáneamente, en la misma película, sino también en el mismo plano y con la misma imagen, lo cual es bastante más complicado e inusual. Sus cintas viven en parte -sin sombra de nostalgia o patetismo- en la Nouvelle vague, en Mayo del 68 y en la Post Nouvelle vague, pero igualmente aquí y ahora -van dirigidas a nosotros, espectadores de hoy-, hasta el punto de que si no salimos de los apartamentos y no acabamos viendo un móvil, un coche o algún elemento delator del mobiliario urbano o del vestuario podríamos pensar que estamos ante una obra fechada en los años 60 o primeros 70. La fotografía en blanco y negro ayuda, cierto, sin embargo, se trata de algo más complejo y profundo, está dentro de las imágenes, animándolas, poniéndolas en marcha, insuflándoles vida, conectándolas con nuestro imaginario, con nuestra memoria afectiva: queremos ser hijos de aquello, somos hijos de aquello, no hemos olvidado aquello..., no hemos olvidado ni una sola imagen, e incluso, y esto es lo más sorprendente, creemos haber vivido todos esos momentos -gracias a lo que nos legó, con infinito e inagotable amor, la Nouvelle vague- sin haberlo hecho. ¿En verdad hace falta haber vivido algo en persona para haberlo hecho emocional y afectivamente?

L'ombre des femmes es de nuevo la historia de un hombre y una mujer -el par de amantes de los protagonistas carece de entidad, excepto para ayudar a que el guion progrese-, y también la historia del cinematógrafo: la de una moviola que consigue unir dos planos, y dos manos, en una de las grandes imágenes de la larga obra garreliana. Él es un documentalista, cerrado, taciturno y algo desabrido; ella es su montadora y ayudante, y a un tiempo la paciente compañera que intuimos ha ido mucho más allá de lo que nosotros como espectadores podemos ir en el conocimiento del protagonista; es decir, ha visto lo que nosotros tan solo alcanzaremos a ver fugazmente en la última secuencia de la cinta; tal vez eso explique algo mejor su amor. Salvo en las dos ocasiones en que lo hace en primera persona, por cierto definitivas para llegar al corazón de su pareja de intérpretes, una voz en off neutra y algo apresurada que pertenece enteramente a Louis Garrel, hijo del cineasta y presencia habitual en sus últimas películas, el autor nos revela información importante sobre el carácter de su protagonista masculino (probablemente, como espectadores ya lo intuíamos y puede que más tarde confirmemos con sus acciones) y, como casi todo narrador omnisciente, acaba dirigiendo nuestro punto de vista hacia una determinada dirección; a veces, incluso cuando aún no estaba tan claro que quisiéramos andar ese camino ni que las imágenes y los diálogos nos estuvieran conduciendo forzosamente hacia esa idea (cfr. el derecho que el protagonista, como hombre, creía tener para amar a cualquier mujer sin dar más explicaciones y sin tener en cuenta a su pareja).

Esa visión, esa lectura -¿femenina? del protagonista, y que tal vez proceda de las aportaciones en el guion de la mujer de Garrel, Caroline Deruas, y de Arlette Langmann- delata el punto fuerte y al mismo tiempo débil del último título de Garrel: su generosa solidaridad con el personaje femenino hasta el punto de simplificar y empequeñecer un poco su dibujo del masculino. Si aquel innecesario comentario en off sobre su credo como macho nos molesta, por el traicionero subrayado, incluso aunque acabe siendo cierto y las imágenes lo confirmen, la empatía con el personaje que interpreta Clotilde Courau nos regala a cambio líneas de diálogo tan estremecedoras, y cargadas de sinceridad, como las que espeta a su marido cuando este le pregunta: “¿Quién te ha dicho que yo te he sido infiel?”. La respuesta de ella no puede ser más inteligente, observadora y femenina: “Tú... con tu forma de hablarme, de acostarte a mi lado, de mirarme”.

Probablemente, nadie haya filmado nunca a una mujer en un dormitorio como lo ha hecho Garrel, su galería de mujeres de espaldas, mirando por una ventana, o de mujeres avanzando hacia el hombre, es de una belleza y de una hondura poética sin parangón en toda la historia del cine. En L'ombre des femmes hay otro de esos momentos para el recuerdo: Clotilde Courau entra tímidamente en cuadro desde la habitación contigua, ante la susurrante llamada de su esposo que la aguarda en el lecho. La mirada -y la puesta en escena del encuentro- que Garrel consigue extraer de su actriz, mientras se aproxima lentamente a Stanislas Merhar, atesora todas esas cualidades inaprensibles, inexplicables, indescriptibles del arte cinematográfico del autor de La Cicatrice intérieure (1972).

Por otra parte, la presencia de un actor tan sutil e inteligente como Merhar -no es casualidad que Chantal Akerman lo adorase- empuja el último Garrel en una dirección distinta a sus anteriores cintas, protagonizadas por su hijo Louis; al contrario que este, Merhar es más hermético, se cierra más, su ceguera es más patética y profunda, más dramática, sobre todo porque tiene algo de condena, de prisión, de impotencia, y eso es precisamente lo que hace tan emocionante la secuencia final donde lo vemos cariñoso, afectuoso, necesitado, capaz de mostrarse, cosa que no había hecho hasta entonces, ni tan siquiera cuando, airadamente, le solicitaba a su esposa que se marchara de casa y lo dejase en paz mientras esta le imploraba explicaciones y apertura, que se mostrase sin máscaras ni coartadas. Aquí es justo que volvamos al momento precedente de la ruptura de Clotilde Courau con su amante: la cámara la sigue desde atrás, y tras la separación Garrel decide no volver a ella, sino permanecer unos segundos con el hombre abandonado, con su soledad, con su pérdida; eso pese a que el personaje no esté ni construido en el guion, como si el cineasta -además de abrazar su dolor- se disculpara con actor y personaje por haberlos (no) dibujado con tinta invisible.

Las repeticiones de Garrel son bellas -nos gusta reconocer lo que amamos de nuestros amigos-, aunque también es interesante estar atento a sus cambios, a sus modulaciones tonales, a sus búsquedas, a sus derivas. Después de varias películas en las que el protagonista masculino se suicidaba tras la separación -Garrel ha exorcizado muchas cosas a través de esos suicidios cinematográficos-, llevamos sin embargo dos seguidas -La Jalousie (2013) y esta- en la que eso no ocurre; en la anterior había un intento, que quedaba solo en eso, en intento, y aquí ya ni siquiera lo hay (y eso que los planos de Merhar, y el carácter de su personaje, mientras vivía el duelo por la pérdida de su pareja nos llevaron a pensar que podría producirse nuevamente el fatal desenlace); es más, la película acaba con un reencuentro, con un reinicio de la relación. No obstante, ese eufórico -y probablemente improvisado- mordisco final de Merhar a Courau en el cuello dispara el final en muchas direcciones, algunas contradictorias: es un gesto de liberación, de expresión amorosa de un hombre hasta entonces amurallado y parco en sus muestras de afecto; ilustra un nuevo intento por salvar la relación; pero, tiene también algo de vampírico: ¿guiño a la vampirización de un amante por el otro?, ¿tal vez a la vampirización del artista a sus colaboradores?, ¿o se trata simplemente de la histórica vampirización de la mujer por el hombre? Quién sabe. Nosotros, como Garrel, preferimos no forzar la revelación del secreto.

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