Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.
En caso de duda, las viejas, siempre
Hablemos del tema de las ciudades amigables. Con este término nos referimos a aquellas ciudades que se han parado a reflexionar acerca de la diversidad de necesidades de las personas que la habitan, por supuesto, pero fundamentalmente aquellas que llevan a cabo políticas activas a favor de las personas mayores. Urbes en las que se proyecta para hacer más amable el día a día de este enorme sector de la ciudadanía. Yo me pregunto ¿cómo lo entendemos en una ciudad como la nuestra en la que cuando salimos a la calle la hostilidad es la norma y el deambular cotidiano de los seres con diversidad de necesidades se convierte en una yinkana?
Una ciudad es un lugar donde compartimos la vida personas de diferentes y múltiples condiciones. Esta es una evidencia que no necesita demostración. Por esta razón se debería tener una mirada caleidoscópica hacia los habitantes diversos de manera que todos y todas, con y sin diversidades, vivamos en ella lo mejor posible.
En la ciudad moderna, un colectivo numeroso y significativo lo constituimos la población mayor, mujeres y hombres de más de 70 años que la habitamos en el sentido más pleno de la palabra, nos desplazamos por ella y participamos de la vida cultural, social, lúdica, económica, de forma bastante activa. La urbe está habitada por hombres y mujeres mayores que consumen ―seguramente mucho más que otros sectores de la población― que leen, van al cine, al teatro y a las conferencias y que ocupan los restaurantes y bares. Están llenas de viejas y viejos que arrastran carros de compra, carritos de criaturas o andadores propios, pero tropiezan con los malditos adoquines disuasorios y tienen que sortear las alteraciones del acerado descuidado. Personas frágiles que no encuentran una sombra en su recorrido y menos aún un banco sombreado donde sentarse a descansar en una ciudad como la nuestra en la que el calor insoportable es la norma de junio a septiembre.
Pienso en las pequeñas hostilidades que nos tienen preparadas las normativas de manera que cuando vamos a tomar el autobús nos encontramos con que el conductor no espera los treinta segundos necesarios para que andador y vieja lleguen a la puerta de acceso, que se cierra en sus narices. Ante semejante agravio ―escenificado en diversas situaciones: cuando el autobús no espera a que llegues aunque te vea corriendo; cuando no te abre porque acaba de cerrar y eso le han dicho que haga― me pregunto ¿son más importantes las normas que las personas?
Una ciudad amigable con la vejez facilita el ascenso y descenso del autobús no sólo en las paradas oficiales, sino también en otros momentos en que una viejales solicita subir o bajar, por el mero hecho de que se encuentra más cerca de la puerta de su casa o porque es ahí, justamente, donde necesita apearse o subir. ¿No debería ser esta una buena práctica sobre la que debería reflexionar y actuar en consecuencia Aucorsa?
Una ciudad amable con las personas mayores debería disponer de un equipo de personas únicamente dedicadas a pensar en cómo facilitar la vida de esta numerosa población, con ganas de marcha ciudadana, que, sin embargo, se encuentra con numerosos obstáculos y pequeñas puñetas que amargan su salida a la calle y en consecuencia su vida de ciudadan@s.
En caso de duda, siempre a favor de l@s viej@s.
Sobre este blog
Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.
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