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Sobre este blog

Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.

Los actos terribles tienen consecuencias. Claro que sí

Gisèle Pélicot a su llegada al Tribunal de Justicia de Aviñón para asistir a una nueva jornada del juicio contra su exmarido, Dominique, el 11 de septiembre de 2024.

Anna Freixas

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Así es la vida, no siempre uno sale de rositas. A pesar de que, acostumbrados a cometer impunemente cualquier barrabasada, algunos puedan creer que estas son las reglas del juego. Pues no.

Escribo esto imbuida del pasmo continuado con que voy conociendo los detalles del juicio que se está celebrando en Avignon por la violación organizada y sistemática de Gisele Dignidad (en un acto de justicia, le he cambiado el apellido). Un juicio que nos muestra la profunda maldad del pacto patriarcal.

Voy a destacar algunos apuntes, de la infinidad de planos que se pueden analizar. 

Sí, Gisele Dignidad ha decidido que sea un juicio público en el que ella se muestra a cara descubierta, mientras que los diversos miserables se ocultan tras mascarillas o se tapan el rostro como pueden. Gisele Dignidad ha llevado a cabo un acto político en el que por encima de sus intereses y su dolor personal ha primado el bien común: que la sociedad conozca la magnitud de la vileza y la desvergüenza de estos hombres, de manera que otras mujeres puedan poner nombre a lo que les ocurre y/o librarse de vivir algo parecido. Reconocerse como víctimas, no como culpables.

Con este acto político ha señalado la identidad de los malhechores, ha permitido que la sociedad los muestre y los nombre como violadores, agresores, depredadores. Ha pretendido que la vergüenza no recaiga sobre ella sino sobre estos individuos, de manera que ellos sientan la vergüenza de la acusación social, que sean juzgados por sus actos y se arrepientan de ellos. Que asuman las consecuencias de su perversidad, de su crueldad y de su bajeza moral.

Por ahora, de los cincuenta y pico individuos sólo tres han pedido perdón. Algo increíble que en sí mismo da cuenta de su catadura. No sólo no se disculpan, sino que, por el contrario, se sacan de la chistera todo tipo de argumentaciones exculpatorias a cuál más miserable. Muchas de ellas muestran un desarrollo del criterio y pensamiento moral que no supera los siete años. Por ejemplo, que el marido daba permiso, que sufrieron violencias físicas y sexuales en la infancia, que creían que era un juego. Me escalofría la profundidad del pacto de la masculinidad rampante que permite que algunos hombres crean que un marido puede dar permiso u otorgar el consentimiento en nombre de la mujer. ¿En qué etapa del pleistoceno viven estos hombres?

Y además, ni uno solo de ellos, del centenar que a lo largo de diez años participaron en esta ceremonia de violación organizada (había que llegar duchado, no utilizar perfume, no hacer ruido, amén de otros requisitos para poder actuar en semejante atrocidad) sintió nunca ni la más mínima desazón interior que le llevara a pensar que esto era un delito y denunciarlo. Ni los que aceptaron la invitación, ni los que la rechazaron: ninguno denunció jamás. Ni uno solo. Menuda catadura moral. Una muestra fehaciente de la profundidad del pacto patriarcal de una masculinidad deleznable.

Encima de malvados y violadores estos sujetos evidenciaron tener una sexualidad realmente cutre. Porque, ¿se puede disfrutar una relación sexual con un cuerpo inerte, que no responde a ningún estímulo, que no interactúa, que no participa: tener sexo con un saco de patatas? ¿Qué placer se obtiene en esta situación, si no es la de la fantasía del dominio, de la sumisión absoluta, del poder sin límites? Pues parece que a algunos les resulta de lo más estimulante porque repitieron hasta seis veces.

Otros asuntos de importancia sobre los que reflexionaré en otra ocasión tienen que ver con la relación de la clase médica con los malestares de las mujeres después de la menopausia, porque ¿cómo es posible que la médica o el médico de cabecera de Gisele Dignidad no detectara en ninguna analítica semejante contaminación química de su cuerpo y, por el contrario, tuviera la osadía de diagnosticarla de Alzheimer, a fin de explicar las lagunas de memoria de que se quejaba la paciente? También habría que reflexionar sobre la piel fina de estos hombres que se muestran indignados por el señalamiento social del que son objeto. ¿Encima se sienten con derecho a tales remilgos?

Continuará.

UN MONSTRUO Y DECENAS DE CANALLAS, rezaba un rótulo de tv.

Sí, decenas y decenas.

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Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.

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