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Victoria

Juan José Fernández Palomo

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Es difícil ponerle un nombre al hijo que esperas. Lo sé porque a una amiga le ha pasado: las opiniones durante la gestación, si es varón o hembra, el peso de la familia, la tradición, la voluntad de la gestante, su bagaje cultural, su deseo de ser iconoclasta, de distinguirse…

Al final decidió que decidiría su nombre después del parto, al verle la cara, al llevárselo por fin a su pecho, al darle el primer beso, al conocerlo, al reconocerlo.

Y se lo puso. Es un chico –obvio su nombre, una decisión de su

madre, por razones de privacidad-.

Crecerá con ese nombre.

Pienso que deberíamos ser nombrados al final de nuestro tránsito terreno y no al principio. Para ver si en nuestra vida hemos cumplido algunas expectativas.

Estuve ayer con mi tía Victoria. No sé por qué en plena posguerra española en un pueblo discreto con mucha gente derrotada la bautizaron así. Hoy tiene sentido su nombre: una muchacha guapa que su padre, mi abuelo, un cabrón, la lucía en la capital, la paseaba, le buscaba pretendientes, seguro de que era su joya de la corona de mierda que él se inventó de sí mismo y de su vida rastrera y fantasmagórica.

El siglo pasa inexorable y mi tía Victoria es ahora una viuda guapa, madre, hija y espectacular anfitriona de sobrinos y agregados. Guardiana discreta y divertida de memorias y de fotos que viran paulatinamente del blanco y negro al sepia y al color.

Insisto, no sé por qué la bautizaron Victoria. Ahora, su nombre, por fin, cobra sentido. Por eso hay que poner los nombres al final, como sentido a las trayectorias, no a los líquidos futuribles.

A veces sueño que tengo mellizos y a uno lo nombro “Venga” y al otro “Vamos”, y así los quiero cargar de esperanza.

Mi familia se ríe.

Y yo despierto del sueño.

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