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Sobre este blog

Como desde siempre he sido reacio a levantar pesos o manipular herramientas, pero sé leer, escribir y hablar, he acabado trabajando (es un decir) en medios de comunicación escritos y radiofónicos. Creo que la comunicación y la cocina tienen muchas cosas en común: por ejemplo ambas necesitan emisores y receptores, y tienen una metodología parecida, una suerte de sintaxis y de morfología que deben ser aplicadas. Cocino habitualmente en casa y mi último descubrimiento ha sido comprobar que recoger y limpiar utensilios mientras preparo la comida es muy bueno: ha cambiado mi vida, de hecho. Buen provecho a todos.

Los coches

Varias personas limpian entre coches amontonados en Alfafar tras el paso de la DANA Carlos Luján

Juan José Fernández Palomo

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Para quien no lo sepa, debo confesar que conduzco (manejo, como dicen en algunas partes de Hispanoamérica) muy malamente. Esto está consensuado por mi familia, mis amigos y conocidos, todas mis novias y por cualquier incauto que me haya visto al volante.

Pero debo confesar también que me importa un pimiento y que me gusta conducir (con la ventanilla bajada, el codo apoyado en la puerta, fumando y escuchando grandes éxitos de Neil Diamond, si puede ser).

Y me gustan los coches, sobre todo si son un Ford Gran Torino, Cadillac Eldorado, Chevrolet Impala o Citröen DS Tiburón. Nunca de fabricación asiática. Cosas mías.

Dentro de todos los destrozos y desgracias que ha traído la penúltima DANA (y su gestión y presuntos gestores), siempre me quedaré con las imágenes de coches arrastrados, embarrados, apilados e inutilizados. Parecen juguetes desordenados en el cuarto de un niño pijo y descuidado, aburrido ya de arrastrar esas maquetas.

Son muchos coches, posiblemente demasiados, los que existen.

De cuando nos vimos obligados a confinarnos en casa en los tiempos duros de la pandemia siempre recordaré una imagen: yo, al atardecer, asomado a la ventana observando el obstinado parpadeo de un semáforo empeñado en seguir regulando un tráfico que no existía. Durante el confinamiento deberían haber apagado todos los semáforos; bueno, casi todos.

Con esto quiero decir que la movilidad urbana siempre me impacta. Por exceso o por defecto.

Se mitificó el automóvil como un símbolo de progreso y, sobre todo, de libertad. Podías desplazarte, salir a la carretera, escapar de tu anodino poblado, ir y venir, básicamente ir, invitar a tu chica (masculinizado todo, los coches son de chicos...) a un descampado o a un drive-in cinema de las afueras (lo pondré en mayúsculas: Las Afueras).

El tiempo se nos fue de las manos y el símbolo de libertad se tornó en esclavitud: el coche se convirtió en mascota y hubo que comprarle o alquilarle una cochera, arroparle con extraños inventos, perfumarlo, pulirlo, lavarlo, pagarle impuestos y sellos de uso…

Las fotos de coches descarrilados, superpuestos, embarrados, descoloridos me producen ternura. Veo ahí un fin. Un fin de individualidades sumadas que se convierten en un fin global.

Yo tuve una vez un Seat 127 de segunda mano que se agotó. Mi único coche.

Si yo hubiera tenido un perro y se me hubiera muerto, no me hubiese hecho con otro para sustituirlo.

No tengo coche. No tengo perro.

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Como desde siempre he sido reacio a levantar pesos o manipular herramientas, pero sé leer, escribir y hablar, he acabado trabajando (es un decir) en medios de comunicación escritos y radiofónicos. Creo que la comunicación y la cocina tienen muchas cosas en común: por ejemplo ambas necesitan emisores y receptores, y tienen una metodología parecida, una suerte de sintaxis y de morfología que deben ser aplicadas. Cocino habitualmente en casa y mi último descubrimiento ha sido comprobar que recoger y limpiar utensilios mientras preparo la comida es muy bueno: ha cambiado mi vida, de hecho. Buen provecho a todos.

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