Veraneos, 8: Little Mosque
Un amigo me invita a pasar unos días en Mezquitilla, una pedanía de Vélez-Málaga, o una ELA, o una prolongación costera de El Algarrobo. En definitiva, un sitio de eso que aún se llama Costa del Sol, hacia el oriente, donde la agresión del ladrillo y el hormigón parece menor –consulten Google Earth- y que aún tiene un aire marinero primigenio.
Mi amigo y yo no hablamos mucho. Nos gusta ver el mar. Creo que la amistad, entre el ruido cotidiano, consiste en callarse. Y estar cerca, pase lo que nos pase a cada cual. Pero hablamos de tanto en tanto; él dice: “la película del mar al atardecer me recuerda a Turner y a mi padre”. Yo le digo: “Mezquitilla y Coney Island son lo mismo, al menos hoy”. Conversaciones chicas y banales. Sonrisas cómplices.
Me da la risa interna y pienso que este lugar, inmatriculado, podría llamarse “Catedralita”: me sube un poco la segunda copa de verdejo.
Sentados en la mesa del mejor de los garitos frente al mar observamos al “espetero”, dueño y señor del fuego. Es un chamán que vigila las brasas. Nosotros somos los acólitos que esperamos el resultado del sacrificio en forma de lubina, calamar, boquerones o sardinas. Un jurel.
El mar suele devolverlo todo. Eso lo aprendí en novelas de Melville o de Conrad. Tenían razón: los camareros del bar “Camari” fueron antes navegantes –hoy atienden la terraza de un bar en tierra- y don Antonio, el “espetero”, guarda un carnet de marine que a pocos muestra.
Prometeo no robó nada: cogió lo necesario para hacer espetos. Estaba en el Mediterráneo ¿qué podía hacer?
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