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Veraneos: 5.- Nicaragua, femenino y singular

Juan José Fernández Palomo

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Estoy en León, Nicaragua, ciudad rodeada de volcanes en cuya catedral está enterrado Rubén Darío, el poeta. La tumba, pequeña, cerca del altar mayor, está coronada con la figura de un león -claro- esculpido en mármol.

Rubén escribió aquella aliteración volátil del “ala aleve del leve abanico” y se quedó tan pancho, si no tan campante. Pobló sus versos con mirtos, jacarandas y otras hierbas y fue cosa, nunca mejor dicho, natural, porque en Nicaragua la selva se cuela por las esquinas en las ciudades, hay salamanquesas que ladran por la noche en las blancas paredes de las casas, los niños cazan lagartos y los venden por las cunetas y, en la temporada de lluvias, las tormentas se cuelan en los salones con rayos y estruendo y se van sin despedirse. Para colmo, cuando se le antoja, la tierra tiembla o algún volcán decide desperezarse.

Nicaragua es un pueblo machista y femenino. Se ve que eso es compatible. Sus mujeres tienen hijos de varios padres que no están en casa pero que pueden volver en cualquier momento como un terremoto, cuando nadie los espera. Las nicaragüenses son muy guapas: las mujeres mayores tienen la dulzura y la determinación de las adolescentes y las adolescentes tienen el aplomo de las mayores.

Me hospedo en casa de Doña Belinda. Imposible averiguar su edad. Es la jefa de un gineceo en el que confundo a las primas, hermanas o hijas que lo habitan, todas sonrientes, de dientes blanquísimos y que me hablan de usted en un español ultramarino y musical.

Doña Belinda se levanta a las seis de la mañana para barrer las cagarrutas que los murciélagos han dejado en el suelo del patio durante sus vuelos nocturnos, sirve el desayuno con quesadillas y jugo de papaya, hace coladas, va al mercado, cocina un estofado de garrobo (una especie de iguana bastante fea) con papas y yuca y en la sobremesa sirve un café negro, fuerte y caliente “como los hombres buenos”, dice, como si eso fuera verdad.

Doña Belinda guarda debajo de la cama un kalashnikov desmontado

desde los tiempos de la guerrilla sandinista por si hubiera que volver a usarlo. Yo no lo he visto, pero lo sé. Y sé que, si hiciera falta, volvería a montarlo con las mismas manos dulces y diligentes con las que amasa las tortillas para hacer tamales, “deslecha” la papaya o muele el café. No tengo duda.

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