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No (y menos mal)

Juan José Fernández Palomo

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-No

Así comienza El viaje a ninguna parte (Almuzara, 2012), el estupendo libro escrito a cuatro manos, cuatro ojos, cuatro orejas, dos cerebros y dos corazones por Marta Jiménez y Elena Medel. A partir de esa negación, 246 páginas que intentan desvelar por qué Córdoba no fue designada Capital Europea de la Cultura para el 2016.

El ensayo periodístico en cuestión tiene un aire triste (no en vano arranca con la puñetera negación, no engaña a nadie, porque, salvo los escasos agoreros que siempre hay, las ilusiones y las ganas eran muchas y muy compartidas) y la conclusión del mismo, aunque con matices, es que “la culpa fue del árbitro”.

Sin embargo; hoy día, años después de lo que se llamó fracaso o decepción, debemos movernos hacia un suspirado “menos mal”.

Menos mal que no tenemos que recibir a visitantes para mostrarles una presunta capital de la cultura cuyo casco histórico Patrimonio de la Humanidad se inunda de veladores y sombrillas que tapan la perspectiva para admirarlo y donde el olor a fritanga solapa el del azahar. Una ciudad cuyo arte efímero urbano se reduce a salpicar el calendario anual con procesiones, traslados de vírgenes de un cocherón a otro, magnos vía crucis y hasta sacrosantos desfiles fluviales (así que de “arte efímero” la cosa pasa a ser más bien de “artefactos permanentes”).

Una ciudad en la que los carteles tienen faltas de ortografía (en español); una ciudad en la que la participación ciudadana más activa es la de una federación de líder carismático (“cesarismo” se llama eso) que se dedica a preparar multitudinarios guisos de arroz y organizar recitales de copla en semi-playback.

Menos mal que nadie va a venir a ver una ciudad de continentes culturales sin contenidos. Una ciudad cuya institución rémora franquista llamada Diputación se dedica a poner carpas en un solar y llamarle a eso “ferias”, ya sean de animales disecados, de máquinas de café o de tapas cofrades (sic) a las que acuden los cinco comerciales de siempre y con las que solucionan la programación de la televisión local del régimen (sea cual sea el régimen).

Una ciudad que no recibe aviones -ni falta que le hace-; pero que tiene un aeroplano junto al río que podía haber sido un icono algo pop, pero que es un mal chiste, una ocurrencia. Una ciudad en la que se ha instalado un pez-banco para sentarse del revés a ver un murallón -o hacerse un selfie- en vez de admirar el atardecer tiñendo de dorado esa Catedral que tiene mucha pinta de Mezquita. Otra ocurrencia.

Menos mal que nadie va a acudir a una ciudad en la que su Orquesta agoniza pero en la que siempre habrá alguien con capa y sombrero tocando la bandurria (no tenemos nada contra los instrumentos de plectro y púa, pero son un truño casposo -esto es opinión, no información-).

Una ciudad en la que un tipo que se jacta de no haber leído un libro en su vida arrastra 25.000 votos en unas elecciones. Una ciudad cuyo alcalde confía el bienestar de sus vecinos a la voluntad de un ser alado sobrenatural (¿alcalde o chamán?).

Menos mal que de fuera vendrán a una sencilla ciudad de crecimiento exponencial de camareros y cada vez menos libreros (“demasiada camiseta y cada vez menos gambetas”, me acuerdo ahora de Calamaro). Una capital fascinante que es lo que es y que no puede ser lo que no puede ser; porque, además, es imposible (parafraseando al clásico).

Ese es el verdadero viaje a ninguna parte: el del hámster sobre la rueda en su jaula.

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