¿Te acuerdas de aquella primera vez?
Apenas tenías sesenta y dos años, yo tenía algunos más.
Nos besamos a las puertas de un bar.
Habíamos salido a fumar y nos dejaban tener la copa en la mano.
Entonces se podía fumar. Tú y yo lo hacíamos, desafiándonos a nosotros mismos.
Desafiando a la propia muerte, ese invento antiguo.
Parecíamos felices.
Nos fuimos de allí callejeando con las manos en la cintura y rozándonos las caderas: mi derecha con tu zurda intentando no tropezar en las aceras y sus bordillos.
Más que feliz yo estaba aturdido. Tú estabas en tu línea.
En tu mejor línea.
(Entonces, el director y su montadora decidieron que en este momento del metraje había que irse a un fundido a negro y hacer una elipsis)
Ahora que la ciencia, el modo de vida y la ausencia de conflictos muy cercanos nos han permitido vivir más de ciento veinte años, nos volvemos a encontrar.
Pero ya no están aquellos bares (es cosa remota), ya no fumamos, han quitado las aceras y sus bordillos, nuestras caderas son de titanio…
Todo ha cambiado, pero te sigo queriendo a los ciento y pico de años y me sigue sorprendiendo que tú, tan joven a los ciento dieciséis, lo entiendas, incluso lo aceptes.
Acaricio tu exoesqueleto y me trae recuerdos metálicos. De cuando aquel presente era ya futuro. Y no lo sabíamos.
Lo que más me interesa, si me interesase algo, es ese hueco de tiempo que siempre hemos dejado entre el pecado, la culpa y el deseo.
Creo que ese hueco es el futuro en el que vivíamos.
Ese hueco es un brochazo abstracto.
El que explica que estaremos juntos hasta que ese viejo gusto por estar aquí sepa a nada.
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